QR Code
https://iclfi.org/pubs/ai/3/eeuu
Traducido de Where Is the U.S. Going? (inglés), Workers Vanguard No. 1183
Traducido de Workers Vanguard No. 1183, diciembre de 2024.

Donald Trump fue elegido presidente otra vez, y todo el mundo se pregunta: ¿y ahora qué? Para determinar las tareas de los socialistas en este nuevo periodo, debemos entender cómo llegamos aquí y lo que esta elección representa.

Ascenso y declive del orden mundial liberal

El orden mundial liberal encabezado por Estados Unidos se construyó sobre las cenizas de la Unión Soviética. La caída de ese país no capitalista no sólo hizo de Estados Unidos la superpotencia incuestionable del mundo, sino que también abrió al saqueo recursos y mercados que hasta entonces no habían estado disponibles, incluyendo los de China. Para maximizar su ventaja, los imperialistas estadounidenses impulsaron la globalización con ferocidad —deslocalizando la producción y expandiendo su alcance a todos los rincones de la Tierra—. La OTAN se extendió hasta las fronteras de Rusia, y una y otra vez el FMI y el Banco Mundial reescribieron las reglas de acuerdo a los intereses de Wall Street.

Para justificar ideológicamente la extensión internacional de los tentáculos del imperialismo estadounidense, se proclamó al capitalismo liberal como el pináculo de la civilización humana. Estados Unidos y sus aliados dominaron el mundo en nombre de principios liberales como “la libertad y la democracia” y la “defensa de los indefensos”. Esos mantras fueron un barniz conveniente para afirmar la hegemonía estadounidense, inyectar su capital en el extranjero y estrangular a los países oprimidos.

El orden liberal parecía indestructible, pero un respiro temporal no puede detener la decadencia que yace debajo. Las mismas fuerzas que la hegemonía estadounidense puso en movimiento la han estado erosionando de forma constante. La inusitada penetración de capital estadounidense impulsó el comercio mundial, la industrialización de los países neocoloniales y el desarrollo de China —y en el proceso vació la industria manufacturera de Estados Unidos, profundizó su podredumbre social y redujo su peso económico general—. Para estabilizar su posición, los imperialistas estadounidenses deben revertir la dinámica actual. Pero para ello necesitan desgarrar la base de la globalización, aumentando los aranceles, presionando a las neocolonias y confrontando a China. Esto es lo que subyace al conflicto actual al interior de la clase dominante estadounidense.

Las grietas comienzan a aparecer

La crisis financiera de 2008 provocó las primeras fisuras serias en el orden global. Los trabajadores, en especial las familias negras y latinas, sufrieron mucho económicamente. Muchos quebraron ante la incapacidad de hacer los crecientes pagos de su préstamo hipotecario o tuvieron que enfrentar deudas médicas gigantescas. Millones de empleos dignamente pagados desaparecieron y fueron remplazados por trabajo temporal o de bajo nivel y chambitas. Para salvar su sistema, la clase dominante rescató a los bancos considerados “demasiado grandes para quebrar” y recurrió a la impresión de dinero y la especulación desbocada —estableciendo así las condiciones para un colapso todavía mayor en el futuro—.

En el ámbito político, la burguesía hizo lo que a algunos les parecía imposible: puso a un hombre negro en la Casa Blanca. Barack Obama era la viva encarnación de los principios liberales. Su campaña se basaba en “la esperanza y el cambio”, incluyendo la promesa de acabar con la impopular guerra de Irak, que había ensuciado la imagen de EE.UU. También se usó la falsa idea de que elegir a un presidente negro mostraría que el tan progresista Estados Unidos era una sociedad postracial.

Poner a un hombre negro al frente del imperialismo estadounidense no le costó nada a la clase dominante, y fue justo lo que se necesitaba para calmar a las masas (y a los patrones) antes de que el presidente llevara a cabo el rescate de las compañías automotrices y los bancos a costillas de la clase obrera y deportara a millones de inmigrantes. Los ataques antiobreros contaron con el apoyo de los líderes sindicales, quienes impusieron el sistema de niveles y cedieron conquistas en nombre de salvar los empleos. La elección de Obama no sucedió porque la burguesía ya no necesitara de la opresión de los negros para reforzar su dominio. Por el contrario, las políticas identitarias “progresistas” correspondían a sus necesidades del momento.

Pero el colapso financiero también aceleró las tendencias que se oponían al statu quo liberal. La devastación económica sembró las semillas del descontento político y el surgimiento del populismo como alternativa. Dentro de la clase dominante, surgió un conflicto sobre cómo reforzar de mejor manera al imperialismo estadounidense, si continuar a todo vapor con el liberalismo que tan bien había servido hasta entonces o intentar algo más. Los dos principales partidos burgueses lucharon internamente, y entre sí, para ver cuál sería el partido del statu quo y cuál el de la ruptura.

En la disputa por la postulación demócrata de 2016, Hillary Clinton fue el rostro del establishment del partido, mientras que Bernie Sanders, que había cobrado prominencia a raíz de los implacables ataques neoliberales que siguieron al 2008, fue el del antiestablishment. Su retórica populista contra la “clase multimillonaria” y su promesa de “Medicare para todos” atrajo multitudes. Él representaba a aquellos liberales que pensaban que el statu quo necesitaba un nuevo vendaje para dejar de desangrarse. Pero esa opción hubiera sido un cambio demasiado radical y costoso para el establishment liberal. ¿Por qué ir con el “Medicare para todos”, que saldría bastante caro, cuando el partido podía seguir la ruta de Obama nuevamente? La primera mujer presidenta no representaría un costo, ganaría algunos puntos de “progresismo” y permitiría que los engranes del liberalismo siguieran girando por el momento.

La disputa republicana fue entre Donald Trump y el establishment del partido. Trump reflejaba a aquellos miembros de la clase dominante que pensaban que los días del liberalismo habían terminado y que querían poner al imperialismo estadounidense en un camino distinto: populismo de derecha, proteccionismo y cierre de la frontera. Trump sabía que un sector de la clase que él representaba estaba perdiendo ante sus rivales, como China, y que se necesitaba hacer algo. Su solución —que tenía un reflejo en su comportamiento y su desprecio por las normas liberales— era romper con todo lo que había definido al periodo anterior.

La mera posibilidad de que este tipo fuera el candidato envió ondas de choque tanto al establishment republicano como a los liberales de todas partes. Trump era todo lo que odiaban. El liberalismo es educado e hipócrita, el amigo que te sonríe antes de apuñalarte por la espalda. En cambio, Trump era tosco y prometía apuñalar de frente. Sus insultos rabiosos y su discurso vulgar de “grab ’em by the pussy” contradecían frontalmente el barniz liberal de preocupación por los oprimidos.

El conflicto interno de la clase dominante se desbordó en las elecciones presidenciales de 2016, como las consignas de los candidatos lo capturaban: el “Hacer a EE.UU. grande de nuevo” de Trump y el “EE. UU. ya es grande” de Clinton. Pero la derrota de Clinton no significó el hundimiento decisivo del orden liberal. De hecho, la primera presidencia de Trump fue un choque entre las fuerzas del statu quo y la Casa Blanca, haciéndolo quizá la aventura política más caótica de la historia reciente. Cada día surgía un nuevo escándalo y otro funcionario gubernamental era despedido. La proscripción de los musulmanes, el muro fronterizo y la respuesta de Trump a la marcha ultraderechista de Charlottesville fueron afrentas a los valores liberales y contribuyeron a devaluar los bonos de Estados Unidos como el faro de la diversidad y la tolerancia. Entonces estalló la pandemia, lo que nos dejó más sufrimiento económico y el consejo amistoso de que nos inyectáramos lejía.

La “resistencia” anti-Trump movilizó la infantería en la lucha fraccional entre los demócratas liberales "woke" y el presidente. Los liberales veían a Trump como una amenaza directa al reino que habían construido y no se rendirían sin combatir. No les habían prometido nada a los obreros y los oprimidos en las elecciones, pero inmediatamente después comenzaron a posar como los mayores defensores de las minorías. Desde llorar por los niños enjaulados en la frontera hasta arrodillarse por BLM mientras vestían tejido kente, hicieron lo que pudieron para movilizar a suficiente gente para echar al “fascista” Trump y reclamar para sí la Casa Blanca.

Sin poder ni querer efectuar cambios profundos en la economía ni en la orientación del imperialismo estadounidense, los opositores burgueses de Trump recurrieron a la única arma de la que disponían: el liberalismo. Lanzaron una cruzada moral por medidas simbólicas, predicando los valores liberales aún más agresivamente mientra la base material que podía proveer verdadero alivio se encogía más y más. Por eso llegaron a extremos como prometer quitarle fondos a la policía o defender las cirugías de afirmación de género para los migrantes.

Los liberales usaron su falsa preocupación por los oprimidos para encubrir el hecho de que las condiciones de la vasta mayoría no hicieron más que empeorar y que la clase dominante, para salvarse a sí misma, estaba exprimiendo cada vez más a la clase obrera. Entre más impulsaban los liberales medidas simbólicas y la situación económica general seguía deteriorándose, más minaban la efectividad de sus propios métodos, preparando el camino para que la clase obrera los repudiara.

¿Dónde estaba la izquierda?

Muchos obreros blancos, hartos de las cada vez peores condiciones económicas, apoyaron a Trump en 2016. Muchos otros, especialmente los negros, se mantuvieron con los demócratas por miedo a la reacción. Esta rabia necesitaba redirigirse, y los que estaban en la mira del gobierno debían ser defendidos decisivamente.

La tarea de la izquierda era avanzar la lucha por mejorar la calidad de vida en combinación con la resistencia a los ataques contra las minorías. El éxito dependía de darle a esta lucha un carácter clasista independiente. Esto exigía que la izquierda participara en los diversos movimientos de “resistencia” para exponer la bancarrota del liberalismo, para señalar el camino hacia adelante a los obreros y los oprimidos, y para dejar claro que toda mejora verdadera sólo podía obtenerse mediante la confrontación de los intereses de la clase dominante —liberal o no—, la responsable de todo tipo de opresión y quien se beneficia de ella.

La perspectiva debió ser intervenir para romper las cadenas liberales que atan esos movimientos y escindirlos sobre líneas de clase. En el movimiento de mujeres, este esfuerzo debía ir dirigido contra las feministas clasemedieras del #MeToo; en BLM, contra los liberales antiracistas. La defensa de los inmigrantes sólo podía avanzar en oposición a los defensores liberales de la hegemonía estadounidense que llamaban por “fronteras abiertas”. En cada caso, impulsar las luchas de los oprimidos requería una ruptura con el liberalismo y un combate por vincular esas luchas a los intereses materiales de la clase obrera.

Pero eso no fue lo que pasó. En cambio, la izquierda hizo eco de la histeria liberal, incluso despotricando contra las “bases de Trump”. Este veneno liberal descartaba a los obreros blancos que votaron por Trump como supremacistas blancos descarados y minimizaba sus preocupaciones por el empeoramiento de sus condiciones. El resultado fue reforzar las divisiones raciales: empujar a esos obreros blancos más y más a los brazos de la reacción, y a la gente negra al redil demócrata, abandonando toda esperanza de ganar a los obreros blancos a la lucha por la liberación negra. La izquierda también dio todo su apoyo a cada movimiento liberal —por ejemplo, las marchas de las mujeres, las ciudades santuario y BLM—, todo en nombre de detener a Trump y el “ascenso del fascismo”. La mayor parte de los izquierdistas se aferraron a Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez y el Squad, y sembraron ilusiones en esos demócratas, cuyo papel es darle una cubierta de izquierda al statu quo liberal y encadenar el enojo a su partido.

Toda esta actividad fue una capitulación a las corrientes que intentaban mantener el orden existente a flote. En vez de trazar un rumbo independiente para los obreros y los oprimidos, la izquierda tomó un lado en la lucha fraccional de los imperialistas, enganchándose a los liberales. En última instancia, la izquierda se asoció a la defensa del statu quo de las condiciones materiales en declive, que ha estado jodiendo a los obreros por años. Esto sólo podía empujar a los trabajadores aún más a la derecha.

Las consecuencias de la capitulación de la izquierda pueden verse en la actual respuesta reaccionaria contra los migrantes, una respuesta alimentada por el moralismo liberal y a la que se unieron muchos liberales, que pasaron de llamar por fronteras abiertas bajo Trump a cerrarlas de un portazo hoy. Para cualquiera que se considere socialista, fue una traición haber apoyado cualquier aspecto de esta “resistencia” liberal. Para satisfacer las necesidades de los obreros y defender a las minorías es necesario rechazar el liberalismo. Esta lección clave del primer periodo de Trump debe guiar las luchas actuales.

El golpe mortal al orden mundial liberal

En 2020, los demócratas recuperaron la Casa Blanca con Joe Biden. Pero la izquierda del Partido Demócrata se había alineado detrás de Sanders, cuyo segundo intento de postulación a la presidencia fue incluso más popular que el primero. Las cosas se habían deteriorado tanto bajo Trump que la retórica populista de Sanders tuvo un éxito renovado entre los trabajadores, y algunos círculos burgueses consideraron darle un sostén más socialdemócrata al imperialismo estadounidense. Al final, sin embargo, la mayoría de la clase dominante, y de la clase obrera para el caso, no quiso un cambio drástico, sino un “regreso a la normalidad” en medio de la pandemia del Covid.

Los años de Trump habían sido un circo político, y parecían algo salido de un sueño febril. Pero, más que nada, la pandemia hizo virar el péndulo de vuelta a los políticos del statu quo. La clase dominante estaba en busca de dirigentes probados y confiables para navegar la tormenta. Biden se montó en una poderosa ola de “unidad nacional” que lo llevó a la victoria, poniendo temporalmente a las fuerzas de la reacción derechista a la defensiva.

Biden había prometido acabar con la pandemia, reanimar la economía y reconstruir la reputación de Estados Unidos. Encarnaba un retorno al camino liberal, pregonando: “Como presidente, me aseguraré de que la democracia vuelva a ser el lema de la política exterior estadounidense, no para lanzar una cruzada moral, sino porque está en nuestro propio interés ilustrado”. Pero, al celebrar su regreso a la Casa Blanca, los liberales no sabían que la presidencia de Biden sería el beso de la muerte al orden mundial liberal. Una vez en el puesto, el demócrata procedió, como lo había hecho Trump, a imprimir dinero alegremente para compensar las disrupciones causadas por la respuesta burguesa a la pandemia. La estabilidad a corto plazo que esto trajo no tardó en verse trastocada por una inflación desbocada y por polarizaciones políticas y sociales cada vez más agudas.

En los primeros días de su presidencia, Biden prometió restaurar la infraestructura y la base manufacturera del país y posó como el “presidente más pro sindical desde Roosevelt”. Del mismo modo, prometió medidas como “Bidenomics”, el programa Build Back Better y la Ley PRO. Parecía que los imperialistas finalmente habían hallado al hombre que podía regresar las cosas a como eran antes, hasta que la realidad se impuso. La agenda de Biden colapsó mientras el suelo bajo sus pies se erosionaba —militar, económica y políticamente—. Lejos de poder enfrentar a China como había planeado, Biden pasó de una crisis militar a otra. La malograda retirada de Afganistán vino a simbolizar el declive del poderío estadounidense.

Entonces estalló la guerra en Ucrania. La invasión rusa, en respuesta a las provocaciones de la OTAN, fue el primer desafío directo a Estados Unidos en la historia reciente. Hasta donde fue posible, Estados Unidos desplegó sus recursos y sus fuerzas para mostrar su poder, pero no logró detener a Rusia, lo cual sólo mostró su debilidad. Ahora la OTAN está perdiendo la guerra, mientras Rusia devasta Ucrania.

Fuera de contener a Rusia, la burguesía estadounidense tiene poco interés en Ucrania. Provocar al régimen de Putin impactó la capacidad del imperialismo estadounidense de perseguir otros objetivos más importantes, como enfrentar a China. Pero retirarse ahora sería una señal de más debilidad y minaría los valores liberales que envuelven la política exterior estadounidense. ¿Cómo podría Estados Unidos —el gran defensor de la democracia contra el malvado dictador Putin— abandonar a Ucrania? ¿Cómo podrían los gobernantes estadounidenses justificar la expansión de la OTAN si no es bajo el pretexto de defender a los indefensos? Esta guerra indirecta ha costado miles de millones a EE.UU. Cuando Ucrania y la OTAN inevitablemente pierdan, la hegemonía estadounidense recibirá un golpe.

La guerra de Ucrania es extremadamente impopular entre la población estadounidense, que se hunde bajo la inflación que la guerra agravó. Miles de millones son enviados para financiar una guerra que a la mayoría no le importa, al mismo tiempo que mucha gente no tiene para pagar la despensa. Pero el gobierno demócrata les dice que todo está bien y que la economía está mejor que nunca, así que dejen de quejarse y apoyen a Ucrania. ¡Una gran manera de hacer que el público respalde sus aventuras militares!

Los bellos ideales liberales volvieron a chocar con la realidad material en el caso de los palestinos. Por más de un año, los demócratas —el partido que supuestamente representa el progreso mundial— ha supervisado el genocidio en Gaza. Su apoyo a Israel es férreo, sin importar el genocidio, porque el estado sionista es el enclave del imperialismo estadounidense en Medio Oriente. Pero es más difícil predicar la “democracia” y la “defensa de los indefensos” cuando uno aporta las bombas que matan a los bebés palestinos. Esta contradicción detonó una protesta de jóvenes indignados, que exigían a Estados Unidos dejar de ser tan hipócrita y cumplir con sus valores liberales. La represión generalizada hizo que muchos activistas buscaran respuestas fuera de las acampadas universitarias, pero otros se desmoralizaron y se callaron. Para aquéllos que desean detener el genocidio, el primer paso es romper con la política liberal que está conteniendo la lucha.

Los cuatro años de Biden significaron una catástrofe para los trabajadores e hicieron que la hegemonía estadounidense se desangrara aún más rápido. Después de que su partido lo obligó a retirarse de la carrera presidencial —porque tener un hombre que está a un tirón de morir como el rostro del imperialismo estadounidense no es muy alentador—, Kamala Harris entró al ruedo. Ella era la última esperanza del agonizante statu quo liberal y perdió en grande.

Esta vez no fue como en 2016. Aquella victoria de Trump se consideró un golpe de suerte, y la “resistencia” se cohesionó para volver a la normalidad. Los demócratas respondieron con todo. Pero ahora están muy ocupados desechando un valor liberal tras otro, abandonando a los grupos que decían proteger y alejándose de los cimientos económicos de la globalización —como el libre comercio y las fronteras abiertas—.

Entre más insistían los demócratas en su liberalismo, conforme éste llegaba a sus límites materiales e ideológicos, más fuertes se hacían las corrientes opuestas a él. La clase dominante se está consolidando ahora en torno a un giro radical de estrategia para impulsar sus intereses. Las condiciones que hicieron del liberalismo su ideología dominante se han ido y no volverán en un buen rato. La máscara liberal se está cayendo, revelando los colmillos amenazantes que siempre estuvieron detrás.

La clase obrera abandona a los liberales

Golpeada por la inflación y muchos años de dar concesiones, la clase obrera se ha puesto cada vez más inquieta y más dispuesta a emprender batallas de clase. Pero hasta ahora esa combatividad no ha estado acompañada de una dirección capaz de cambiar la marea a favor de los obreros y lograr sus exigencias, sino de una que busca paliativos dentro de los confines del statu quo liberal. El problema es que las condiciones de la clase obrera no pueden mejorar cualitativamente mientras se respeten los objetivos de la clase dominante estadounidense de dominar el mundo.

Los líderes sindicales pro capitalistas, como el líder del sindicato automotriz de retórica combativa Shawn Fain, han minado las huelgas con su negativa a causarle una crisis a la clase dominante y en general han servido como el principal conducto del liberalismo al movimiento obrero. El propio Fain, aprovechando su papel en la huelga automotriz de 2023, se convirtió en uno de los principales promotores de la campaña de Biden/Harris. Aun así, la izquierda trata a Fain como si perteneciera a una especie superior al resto de la burocracia sindical, cuando no es más que el mejor vocero de los ideales liberales. Lejos de luchar ahora mismo por una nueva dirección con una estrategia clasista y contrapuesta al liberalismo, la izquierda le aplaude a Fain o lo presiona para que avance un poco más en el curso que sigue —lo que sólo puede significar un desastre para la lucha obrera y la causa socialista—.

La clase obrera ha reaccionado a la reelección de Trump con indiferencia, mezclada con cierto miedo por la dirección en la que va Estados Unidos. Muchos obreros creen que de algún modo estarán mejor con Trump, mientras que otros temen lo que éste les tiene preparado. De manera notable, el número de negros y latinos que apoyaron a Trump fue mayor que en la vez anterior. Estos votantes, aun cuando el candidato republicano les repugne, ya están hartos de los regaños moralistas, las promesas rotas y el sufrimiento económico a manos de los liberales. Bajo estos golpes, la clase obrera se ha desplazado hacia la derecha.

Una de las formas en que los liberales han alimentado la reacción derechista ha sido insertando una cuña entre la clase obrera y los grupos oprimidos. Mientras predican tolerancia, enfrentan entre sí a los distintos sectores de los oprimidos en una rebatiña por recursos cada vez más escasos. Esto sólo produce resentimiento y división. Por ejemplo, en las ciudades administradas por demócratas, los migrantes se ven forzados a vivir en las comunidades negras y latinas, donde se les considera competencia por las migajas disponibles. Los obreros ven que los migrantes reciben algunos magros servicios públicos, cuando ellos apenas pueden llegar a fin de mes, y si se quejan de su situación, los liberales los tildan de racistas o de antiinmigrantes. Siempre conciliadores con el liberalismo, quienes se dicen socialistas no han planteado ningún desafío a este “divide y vencerás” —es decir, un movimiento independiente de la clase obrera que de una solución progresista a la crisis de la migración— y por lo tanto han ayudado a entregarle la clase obrera a la derecha.

Trump 2.0: El hombre de los aranceles

Trump llegó al poder prometiendo resolver los males económicos del país con medidas proteccionistas y planea imponerle enormes aranceles nuevos a todos los productos que entren a Estados Unidos procedentes de China, México y Canadá. El autoproclamado “hombre de los aranceles” ve los impuestos a las importaciones como un arma poderosa para restaurar la manufactura nacional y hacer que los demás países hagan lo que dice EE.UU. En realidad, los aranceles son una expresión abierta del declive del imperialismo estadounidense. Si bien usar el peso político y económico del país para mangonear a través de medidas proteccionistas puede en ciertas circunstancias darle un impulso efímero a su posición, al final este camino —como el libre mercado— no puede sino exacerbar los problemas fundamentales que lo aquejan.

Estados Unidos no es un país capitalista en desarrollo que necesite construir su industria desde cero, sino la mayor potencia imperialista del mundo. Si una rama industrial se beneficia de los aranceles, otras se verán severamente golpeadas, como por ejemplo las que se basan en técnicas avanzadas y están mejor adaptadas a las condiciones del mercado mundial. En su primera presidencia, Trump impuso elevados impuestos para proteger la industria de autos eléctricos estadounidenses de su contraparte china, más baratos y tecnológicamente avanzados; China respondió con la misma moneda contra los agribusiness de EE.UU., consiguiendo que sus exportaciones se desplomaran. He aquí el problema resumido: las barreras comerciales que los imperialistas imponen son un freno a las fuerzas productivas internacionales y refuerzan el carácter parasitario de la economía estadounidense. Si se impone, un sistema de aranceles también provocaría el aumento de los precios tanto para la producción nacional como para los consumidores.

Al nivel internacional, un intento agresivo por parte de Estados Unidos de quedarse con una rebanada más grande del pastel magnificaría tensiones de toda clase. Por ejemplo, fortalecería las tendencias políticas de otros países que buscan escapar de la sombra del imperialismo estadounidense y apretaría las tuercas de la economía a neocolonias como México. Inmediatamente después de la victoria de Trump, el peso sufrió una aguda caída, y desde entonces Trump ha prometido golpear a ese país con aranceles generales del 25 por ciento desde el primer día para chantajear a su gobierno para que aumente la vigilancia de la frontera en nombre del imperialismo estadounidense. Esto amenaza con aumentar la opresión nacional de México y la miseria de sus masas obreras y trabajadoras.

La clase obrera estadounidense tampoco se beneficiar de este proteccionismo. Contrario a lo que dicen Trump y los burócratas sindicales, el proteccionismo no traerá de vuelta los empleos manufactureros bien pagados. Por el contrario, para que opere con ganancias cualquier industria que regrese al país, los patrones estadounidenses exigirán grandes concesiones de los obreros. La devastación económica de los capitalistas apunta a la necesidad de que los obreros combinen la batalla cotidiana por mejorar sus condiciones económicas con la lucha por la reindustrialización bajo control obrero: es decir, una lucha general por empleos de calidad contra los gobernantes estadounidenses.

Esta lucha fortalecería la posición de las masas mexicanas al impedir el aumento de la subyugación imperialista. Por su parte, una defensa de México frente al chantaje y la dominación estadounidense le permitiría a los obreros aquí mayor margen para llevar a cabo sus luchas. Una alianza antiimperialista del proletariado de los dos países es esencial para maximizar su fuerza de combate contra el enemigo común. Hacer realidad esa alianza requiere una lucha tanto contra los que hacen eco del chovinismo de Trump en el movimiento obrero como aquéllos que, como liberales, reprenden contra el chovinismo sin ofrecer ninguna alternativa.

Trump 2.0: Deportador en jefe

El regreso de Trump es una gran victoria para las fuerzas de la reacción derechista. Ya ha prometido deportaciones en masa y se pueden esperar ataques contra la población trans y otras minorías. El reciente influjo de migrantes ha chocado con la reducción de los recursos disponibles, generando una reacción muy extendida. Muchos demócratas liberales se han quitado la máscara de preocupación por los migrantes para competir abiertamente con Trump en cuanto a seguridad fronteriza. Otros liberales apelan a los patrones de industrias que recurren en gran medida a los migrantes indocumentados, para cubrir los empleos más arduos y peor pagados, para que luchen contra las deportaciones. Esta “defensa” de los migrantes tiene como premisa mantener el opresivo statu quo liberal —y además es delirante—. Los patrones de los agribusiness y las empacadoras de carne se beneficiarán tanto o más que las otras industrias de un régimen de terror antiinmigrante. Una mano de obra extremadamente vulnerable y confinada a las sombras fuera del lugar de trabajo es ideal para ser superexplotada.

Algunos obreros tienen ilusiones en que los planes de deportaciones de Trump forzarán a los patrones a elevar los salarios para así atraer y retener mano de obra calificada. Pero tener una capa de obreros viviendo en un estado de miedo constante sólo mina la capacidad de la clase obrera en su conjunto para arrancar lo que necesita de manos de los patrones. Las deportaciones en masa alimentarán las fuerzas represivas y obligarán a los obreros migrantes y sus descendientes a no causarle problemas a los patrones. La lucha no debe ser entre los obreros nativos y los obreros migrantes por las migajas que caen de la mesa capitalista, sino de los obreros nativos y los obreros migrantes contra los patrones, para lograr conquistas verdaderas y mejorar las condiciones de toda la clase. Los patrones quieren a los obreros aterrorizados y divididos, para asegurarse de que choquen entre sí y no contra los patrones mismos. La lucha por plenos derechos de ciudadanía para todos los migrantes aumentaría la capacidad combativa de la clase obrera.

En grandes batallas de clase recientes, como las huelgas de los estibadores de la ILA y los operadores de Boeing, algunos de los obreros más combativos eran partidarios de Trump. La burocracia sindical, incluyendo la dirección de estos dos sindicatos, ha trabajado incansablemente para desviar la evidente combatividad de la clase hacia la prisión del statu quo. A dónde se canalizará en el futuro depende de la capacidad de la izquierda de intersecar las luchas vivas y construir una dirección alternativa, comprometida con los intereses de toda la clase obrera en oposición a la reacción derechista y al liberalismo. La clase obrera será capaz de recobrar su posición sólo si puede luchar contra ambas alas de la clase dominante.

Es probable que Trump adopte uno de dos enfoques respecto a la clase obrera: o la aplasta directamente o intenta comprar a su capa superior. Por el momento, está posando como un hombre del pueblo. Pero también se ha rodeado de multimillonarios como Elon Musk, que quieren aplastar los sindica tos. Este acto de equilibrismo no puede durar. Los despidos masivos de empleados federales están en el horizonte, ya que Trump se dispone a eliminar el “despilfarro de gasto público”. Esta marcha hacia la eficiencia gubernamental topará con pared. Por mucho, la partida más inflada y despilfarradora del gobierno federal es el gasto de defensa. Tal es el precio de administrar un imperio.

Trump se ha presentado como antibelicista y ha prometido acabar la guerra de Ucrania en cuanto tome posesión. La probabilidad de que esto suceda es mínima, pues depende de que Rusia acceda a un trato. Rusia no tiene intención de retirarse cuando evidentemente está ganando. Para llegar a un acuerdo, Trump tendrá que entregarle Ucrania a Rusia en bandeja de plata y hasta es posible que acceda a retirar a la OTAN de la frontera rusa. Esto mostraría una gran debilidad por parte de Estados Unidos —y sería difícil de digerir para Trump—.

¿A dónde va el Partido Demócrata?

Desde las elecciones, los demócratas han estado escarbando en sus conciencias para determinar qué hicieron mal. La mayoría reconoce que perdieron a la clase obrera, y ha surgido el consenso de alejarse de los temas “woke” —que han sido repudiados tanto por la clase obrera como por la clase dominante— a favor de cosas más materiales. Esto significa desechar toda mención de la opresión especial.

Los demócratas están tratando de enjuagarse el liberalismo que los hizo repugnantes para las masas y así volver a contender por el poder. Tomará un tiempo fijar el curso que seguirán los demócratas para volver a engañar a los obreros y los oprimidos antes de apretarles las tuercas. Se avecina una sacudida en el Partido Demócrata y los dinosaurios como Nancy Pelosi bien podrían encaminarse a la extinción.

El DSA (Democratic Socialists of America) y otros socialdemócratas quieren que el Partido Demócrata vuelva al camino de Roosevelt. Ésta es una posibilidad clara a la luz de la situación mundial. Cuando una potencia imperialista empieza a quedarse atrás ante la presión económica de sus rivales, la tendencia natural es recurrir a la intervención estatal para fortalecerse por medios directos. Gran parte de la izquierda pinta este estatismo como algo inherentemente progresista y como una ventaja para la clase obrera. En realidad, su propósito sería regimentar a la población y la economía en línea con los intereses de los amos imperialistas en preparación para el conflicto con otras potencias y una guerra con China. La Ley CHIPS, iniciada por los demócratas, fue un paso en esa dirección: la intervención estatal para impulsar la autosuficiencia tecnológica y los sistemas militares estadounidenses reanimando la industria nacional de semiconductores.

El paquete de ayuda por Covid de Biden fue un estímulo económico estatal mucho más grande, que la revista Jacobin del DSA aplaudió por “traer de vuelta las ayudas del gobierno”. Pero esos pagos fueron superados con creces por la inflación que este paquete desató, y todo para salvar el pellejo de la burguesía luego de que sus confinamientos paralizaran la economía. Como escribió Trotsky: “El estatismo —así sea la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, los Estados Unidos de Roosevelt o la Francia de León Blum— significa la intervención del estado sobre las bases de la propiedad privada, para salvarla. Cualesquiera que sean los programas de los gobiernos, el estatismo consiste inevitablemente en trasladar las cargas del sistema agonizante, de los más fuertes a los más débiles” (La revolución traicionada, 1936).

El propio DSA estuvo paralizado durante todo el año por la contradicción de decirse socialista y estar dentro del Partido Demócrata. Por un lado, Biden era ampliamente odiado entre la clase obrera y el genocidio en Gaza ardía; por otro lado, era el candidato de su partido. Para crear cierta separación, se puso de moda entre los miembros del DSA insultar al Genocida Joe y llamar por un partido obrero. El que Harris asumiera la postulación del partido les vino como maná caído del cielo. Aunque políticamente era indistinguible de Biden e igualmente responsable por los crímenes de su gobierno, era una mujer negra, no estaba senil y no era él. Los comités de izquierda del DSA, que formalmente llamaban a romper con los demócratas, se callaron, y la mayoría de los miembros del DSA se taparon la nariz y votaron por Harris con tal de detener a Trump.

Muchos indicios apuntan a que el DSA dará un giro socialdemócrata tras las elecciones. No sólo su revista Jacobin aconseja al Partido Demócrata que siga ese camino, sino que algunos candidatos electos del DSA están llevando a cabo campañas centradas en el costo de la vida sin nada que ofrecer a los grupos que sufren opresión especial. Ahora que no hay elecciones cerca, se ha vuelto a poner de moda dentro del DSA gritar a los cuatro vientos sobre la necesidad de un partido obrero. Pero estos llamados no llevarán a nada en ausencia de una lucha por expulsar del DSA a los candidatos demócratas electos ahora y por romper totalmente con el Partido Demócrata. La mayoría del pueblo trabajador ya ha rechazado a estas víboras imperialistas; la meta no es llevar a los trabajadores de vuelta a su nido, sino sacar de ahí a los miembros del DSA con mentalidad revolucionaria. Entonces, el proyecto de construir un partido obrero ganaría verdadero impulso, especialmente con las fisuras que seguramente crecerán dentro del DSA tras la toma de posesión.

La izquierda y las elecciones de 2024

Las elecciones eran una oportunidad excelente para que la izquierda apartara aún más a la clase obrera del statu quo liberal, conduciéndola hacia un terreno más favorable. Pero, una vez más, los supuestos marxistas fracasaron miserablemente. Algunos se quedaron en los márgenes, gritando que “no hay alternativa” y haciendo llamados vacíos por un partido obrero, mientras que otros se pusieron abiertamente a la cola de los políticos liberales.

Entre estos últimos, Socialist Alternative (SA) y su escisión Workers Strike Back (WSB) llamaron a votar por el Partido Verde de Jill Stein, afirmando que apoyar a esta liberal burguesa hippio sa, que no tiene intención alguna de construir un partido obrero, era la mejor manera de... ¡construir un partido obrero! Hubieran tenido mejor suerte —y hecho menos daño a la causa de la independencia de clase, la base para un partido obrero— pidiendo peras al olmo. Después de las elecciones, en las que Stein recibió sólo medio punto porcentual, los verdes desaparecieron del radar y demostraron ser totalmente irrelevantes, como de costumbre. Pero eso no desanimó a SA, que ahora deposita sus esperanzas en la construcción de un partido obrero en dos de los principales impulsores de Biden dentro de la burocracia sindical: Shawn Fain y la liberal Sara Nelson, tan querida por la “resistencia”. No se puede saber a qué se aferrará después SA, pero seguramente no será a un socialista luchando por una alternativa al statu quo.

En las elecciones, la opción para los obreros estaba clara: la planilla presidencial del Party for Socialism and Liberation (PSL, Partido por el Socialismo y la Liberación), que se oponía no sólo a los republicanos y los demócratas, sino también al capitalismo. Esto hacía de ella un vehículo para polarizar la sociedad sobre líneas de clase y darles a los obreros y los oprimidos una oportunidad de luchar contra cualquiera de los candidatos reaccionarios que ganara la elección. Dimos apoyo crítico al PSL y ayudamos a construir su campaña, pero ninguna otra tendencia marxista hizo lo mismo. Aunque las candidatas del PSL recibieron cerca de 160 mil votos (lo que para los socialistas no es nada despreciable), no fueron un factor en las elecciones.

Nuestra principal crítica al PSL era su conciliación al liberalismo, que minaba su propia campaña. Echemos un ojo a su intervención en el movimiento pro palestino. Para detener el genocidio y liberar a Palestina, debe haber una lucha antiimperialista en EE.UU. Pero el PSL impulsó todas las ilusiones liberales pro imperialistas, desde darle voz a la demócrata Rashida Tlaib en su conferencia sobre Palestina hasta apoyar el esquema electoral “no comprometido” de los demócratas y aplaudir las resoluciones de cese al fuego de la ONU. Su seguidismo a los liberales y su rechazo a trazar una línea de clase son obstáculos para movilizar la necesaria lucha antiimperialista.

En una última jugada oportunista pocos días antes de las elecciones, el PSL endosó a Cornel West y a Jill Stein en ciertos estados para lograr su endoso en otros. Construir coaliciones con políticos liberales se contrapone completamente a todo lo que huela a independencia de clase y sólo dificulta la lucha de la clase obrera. Al mismo tiempo que luchamos por que la izquierda ayudara a construir la campaña del PSL como una alternativa obrera, también luchamos por que el PSL dejara de minar su propia campaña al conciliar la política liberal, con la idea de preparar el terreno para la construcción de un partido obrero. La orientación del PSL hacia los liberales pequeñoburgueses también le impidió hacer campaña seriamente en los sindicatos o entre la clase obrera más ampliamente. Para construir un partido obrero, como el que el PSL dice querer, hace falta ir a la clase y estar armado con un plan de acción en contraposición al liberalismo.

¿A dónde va la izquierda?

Al asociarse con el liberalismo, la izquierda ha abierto una brecha que la separa de la clase obrera. Los obreros la ven ya sea como irrelevante o como traidores liberales. Por esta razón, la principal tarea de la izquierda en el periodo que se avecina es superar esta división para poder guiar las luchas venideras.

En la arena de las luchas obreras, la izquierda se ha mantenido intencionalmente fuera del ruedo o bien se ha puesto completamente a la cola de la burocracia sindical. Una imagen del problema nos la da la actividad de WSB durante la reciente huelga de los operadores de Boeing en el área de Seattle, la base de WSB y su dirigente Kshama Sawant. Uno supondría que una organización llamada Workers Strike Back [Obreros Contraatacan] pondría toda su energía para poner la huelga en un curso hacia la victoria ante la desmovilización por parte del líder de IAM, Jon Holden. Pero no fue así. Un par de semanas después del inicio de esta crucial batalla de clase, los miembros de WSB volaron a Dearborn, Michigan, para ser paleros de Jill Stein. Eligieron a una política liberal de poca monta por encima de la clase obrera. Sería difícil escoger un ejemplo que ilustrara mejor la bancarrota y la irrelevancia de la izquierda.

Muchos en la izquierda, aun reconociendo que la sociedad ha dado un giro a la derecha, niegan obstinadamente que la clase obrera haya seguido ese camino también. En efecto, muchos trabajadores votaron por Trump por hartazgo con los políticos del establishment, el empobrecimiento económico, las guerras eternas, etc. Además, una gran cantidad de los votantes de Trump apoyaban las medidas pro aborto. Estas son contradicciones, y una de las tareas clave de los socialistas es aprovechar esta gran reserva de enojo, darle una expresión clasista y dirigirla contra Trump (y los liberales).

Pero muchos izquierdistas usan estas contradicciones para negar o minimizar el hecho de que la victoria de Trump es un contragolpe reaccionario al liberalismo. De hecho, muchos trabajadores que votaron por Trump por enojo legítimo creen que el proteccionismo, las deportaciones masivas y el enfoque caudillista de Trump favorecerán sus intereses. Negar esto es grotesco y desorientador, y les atribuye una conciencia de clase que no tienen. También es un modo de evitar la confrontación con el desastroso curso que la izquierda ha seguido en el último periodo para continuar haciendo lo mismo.

En efecto, los caminos que propone la mayor parte de la izquierda son: resucitar la “resistencia” que está más que muerta, o unirse a sus diminutas organizaciones para “luchar por la revolución”. Ninguna de estas dos tendencias puede cumplir la tarea actual de cerrar la brecha entre la izquierda y la clase obrera. De hecho, todo lo que la izquierda está haciendo no hará sino profundizar esa brecha.

Left Voice y SA son típicos entre los que ponen su confianza en revivir los movimientos liberales de ayer. Pero esos movimientos no hicieron un carajo por la clase obrera ni por los grupos oprimidos que decían defender, salvo ponerlos en la mira de la actual reacción. Además, con la derrota del orden liberal, las condiciones que detonaron la “resistencia” ya no existen. Pero el intento de revivirlas sí logrará algo: alejar a los obreros que han rechazado definitivamente el liberalismo. Tratar de seguir el modelo de 2016 bloquea el camino a organizar el tipo de acción defensiva que la clase obrera necesita.

La segunda tendencia de la izquierda, representada por los Revolutionary Communists of America es practicar la fraseología revolucionaria abstracta. Esto tampoco hace nada por cerrar la brecha entre la izquierda y la clase obrera, pues hace que la izquierda parezca aún más fuera de la realidad de lo que está. Sin un plan de acción concreto para la clase obrera hoy, no tienen modo de atraer a la lucha a obreros y oprimidos, la materia prima para la construcción de un partido obrero.

Otra cuestión clave para la izquierda en este periodo es tender un puente entre la clase obrera y los sectores que sufren opresión especial. Hacer esto requiere un enfoque que no continúe alejando a la clase obrera, sino que deje claro que la defensa de los inmigrantes, la población trans, la población negra, etc., está en su interés. Necesitamos mostrarle a la clase obrera que su odio por el liberalismo está siendo usado por la clase dominante para aplastar a los sectores más oprimidos, lo que sólo ayudará a deteriorar aún más las condiciones de todos los trabajadores. Pero eso sólo será posible si existe una ruptura definitiva con la política liberal. Sin eso, sólo se pavimenta el camino a una mayor reacción.

El trabajo en la comunidad negra será crucial para romper la división entre la clase obrera y quienes sufren opresión especial. La polarización racial permea a la sociedad y la clase obrera estadounidenses y, dada la importancia que tiene la segregación de los negros para los intereses capitalistas, el estado de la lucha negra es un fuerte indicador de para dónde está soplando el viento. Eso fue ciertamente el caso de BLM, cuya política liberal no sólo detuvo totalmente la lucha de clases contra el terror policial racista, sino que también ayudó a alimentar la reacción derechista. Los demócratas pasaron de escribir BLM en las calles fuera de la Casa Blanca a que la primera mujer negra con potencial para ser presidenta no dijera ni una palabra sobre la policía, excepto que ella sería más dura con el crimen y que nunca había querido quitar fondos a la policía. En la misma línea, todos los fiscales “progresistas” que BLM apoyaba ahora están siendo echados de sus puestos.

El giro no sólo los alejó del liberalismo de BLM, como “quitar fondos a la policía” y control comunitario, sino de la lucha negra en general. La izquierda ha reaccionado a esto ya sea negando la realidad o capitulando a ella, con su correspondiente abandono de la lucha negra. Left Voice es un ejemplo de lo primero. De alguna manera se han convencido de que BLM no está muerto, sino que, en este clima derechista, en el que las reformas policiales de BLM han sido rechazadas, se le puede reanimar fácilmente. El resto de la izquierda no es mucho mejor: no hace nada para enfrentar la cuestión. El destino de BLM es una advertencia de lo que le puede pasar a todo movimiento si la izquierda no lucha por quitarle su dirección a los liberales.

Hoy, la brutalidad policial está peor que nunca. Ahora que los liberales se desentendieron del asunto, toca a la izquierda nadar contracorriente y reavivar el movimiento —no sobre bases liberales, sino sobre la base de los intereses de la clase obrera y la población negra contra la clase dominante y su aparato estatal represivo—. Por eso lanzamos la campaña “Abrir los archivos policiales”. Para esta campaña, es crucial exponer el papel de los liberales, que dicen estar del lado del pueblo, pero a la hora de la verdad se revelan como partidarios de los secretos de estado. Alentamos a toda la izquierda a sumarse a este frente unido para reconstruir el movimiento contra el terror policial.

¿Y ahora qué?

La izquierda actualmente es irrelevante y está desorientada. Los revolucionarios deben romper este impasse y hallar modos de impulsar los intereses de la clase obrera. Para construir un núcleo revolucionario en este periodo reaccionario, debemos:

1) Debatir nuestras tareas, incluyendo lo que hace falta para construir un partido obrero. La mayoría de los grupos de izquierda están entrando a esta nueva era sin brújula, sin la menor noción de los cambios sísmicos que acaban de ocurrir, y listos para repetir los mismos errores que nos trajeron aquí. O bien, encuentran consuelo en la fraseología revolucionaria sectaria, renunciando a toda perspectiva de lucha inmediata. Es urgente abrir la discusión de manera más amplia y debatir entre los grupos de izquierda sobre cómo llegamos aquí y cuáles son las tareas de los socialistas y el movimiento obrero en esta nueva era.

2) Organizar formaciones dentro de los sindicatos para proveer un camino clasista hacia delante en oposición a la actual dirección pro capitalista, que sólo ha contenido la lucha obrera. La izquierda socialista está desacreditada como fuerza política, particularmente entre la clase obrera, donde muchos la ven como liberales sentimentales que abogan por los demócratas y por la burocracia sindical. Contra esto, los verdaderos socialistas debemos voltear la mirada a la clase obrera y luchar por mejorar sus condiciones más básicas, usando la política y los métodos de la lucha de clases. La precondición para esto es la oposición total a todos los partidos capitalistas y todas las alas de la burocracia sindical. Sólo así podrán los socialistas ganar autoridad entre los obreros, socavar el atractivo de los populistas de derecha, reconstruir el poder de los sindicatos y sentar las bases para una dirección clasista del proletariado.

3) Construir grandes acciones de frente unido para defender a los oprimidos de los ataques que se avecinan. Las poblaciones negra y trans, los latinos, los inmigrantes, las mujeres —todos los oprimidos— estarán en la mira del nuevo gobierno. Las necesarias luchas defensivas no pueden dejarse en manos de los impotentes liberales, cuya política moralista sólo dividirá más a los obreros y los oprimidos. Tampoco podemos los socialistas conceder ni un milímetro a los “izquierdistas” que están abandonando la lucha por los grupos oprimidos ante la reacción derechista. Los socialistas debemos ponernos al frente de esas luchas, en completa oposición a los liberales, siempre buscando plantear una estrategia clasista que conecte las necesidades específicas de los oprimidos a los intereses materiales de la clase obrera en su conjunto.

Sólo con este curso podrá el movimiento socialista enfrentar directamente el fuerte viento de reacción, restablecerse como un polo contra los desacreditados liberales y reconstruir el movimiento obrero como una verdadera fuerza combativa.