QR Code
https://iclfi.org/pubs/ai/4/eeuu
Traducido de Why U.S. Imperialism Needs Trumpism (inglés), Workers Vanguard No. 1184 ,

El siguiente artículo fue traducido de Workers Vanguard No. 1184 (abril de 2025), periódico de nuestros camaradas de la Spartacist League/U.S.

Desde que volvió al cargo, Trump ha estado imparable: órdenes ejecutivas sin descanso, medidas económicas hostiles, reclamos territoriales descabellados y mucho más. Ordenó al Pentágono lanzar ataques aéreos contra los hutíes en Yemen y desarrollar planes para la toma militar del Canal de Panamá. Ha atacado a sectores vulnerables de la población, como las personas trans, los migrantes y las mujeres, y ha ordenado a DOGE, de Elon Musk, que se ensañe con los trabajadores federales.

Es evidente que el gobierno de Trump ha puesto la presidencia imperial en modo turbo. Pero es importante entender por qué, ya que hay un método detrás de esta locura. Y eso no tiene nada que ver con Trump en sí, sino con su misión: hacer trizas el statu quo liberal, que se ha convertido en un lastre para la clase dominante, y establecer en su lugar un nuevo orden más abiertamente reaccionario y más adecuado para reforzar el dominio mundial de Estados Unidos en la actualidad.

El estilo de Trump es vil, grosero y la definición literal de bravucón; no le importan las sutilezas diplomáticas de los liberales. Es fácil dejarse llevar por la persona de Trump, pero es necesario fijarse en la tendencia política que representa y en sus objetivos reales, más que en la forma en que los persigue.

Hoy en día, la clase dominante estadounidense se enfrenta al rearme para el conflicto entre grandes potencias y una posible guerra con China, y debe reorientar la sociedad hacia ese objetivo. Esta reorientación debe llevarse a cabo con rapidez, y los canales e instituciones democráticos normales significan demasiado tiempo y margen para el incumplimiento. Todos los sectores de la sociedad —la burocracia federal, los tribunales, las universidades, los fabricantes, la clase trabajadora— deben alinearse.

En estas condiciones, la clase dominante no está dispuesta ni es capaz de tolerar la disidencia. Incluso las expresiones más sencillas de oposición deben ser aplastadas. Esto incluye a aquéllos en los círculos de la clase dominante que se han interpuesto en el camino de Trump, desde demócratas y republicanos marginales como Liz Cheney hasta elementos dentro de la maquinaria estatal que anteriormente se habían enfrentado a él y sus aliados. La ampliación de la redada contra los estudiantes internacionales pro palestinos, mucho después de la represión de los campamentos universitarios, orquestada en gran medida por los demócratas, envía un mensaje claro: incluso las protestas tibias contra los intereses estratégicos del imperialismo estadounidense serán respondidas con mano de hierro.

Algunos en la izquierda tildan a Trump de fascista. No se puede descartar la posibilidad de que tenga un ejemplar de Mein Kampf en su mesita de noche. Sin embargo, ahora se sienta en el trono del capitalismo mundial. Si Trump fuera fascista, no sería una cuestión de debate ni de intentar adivinar sus pensamientos. Habría matones fascistas disolviendo asambleas sindicales y linchando a personas negras. Estaríamos organizando milicias armadas de obreros en defensa de los trabajadores y los oprimidos.

El trumpismo no se basa fundamentalmente en las características personales de su figura principal, sino en los objetivos más amplios de la clase dominante estadounidense en su conjunto. Como dijo Trotsky sobre las diferentes formas de gobierno burgués —el fascismo, el bonapartismo (trumpismo) y la democracia parlamentaria—:

“La fuerza del capital financiero no reside en su capacidad de establecer cualquier clase de gobierno en cualquier momento de acuerdo a sus deseos; no posee esta facultad. Su fuerza reside en que todo gobierno no proletario se ve obligado a servir al capital financiero; o mejor dicho, en que el capital financiero cuenta con la posibilidad de sustituir a cada sistema de gobierno que decae, por otro que se adecúe mejor a las nuevas condiciones”.

La era de la globalización vació la base industrial de Estados Unidos e impulsó el auge de China. Desde su elevada posición por encima de todos los demás tras la caída de la Unión Soviética a principios de la década de 1990, Estados Unidos ha descendido varios peldaños y ahora ha llegado a un punto en el que la clase dominante reconoce que es necesario tomar medidas decisivas para evitar una caída mayor y la pérdida total de su posición.

La economía estadounidense debe reindustrializarse para hacer frente a la situación actual. Trump está tratando de restaurar la industria manufacturera estadounidense, como la automotriz y la siderúrgica. Ambas, al igual que la industria de alta tecnología, son cruciales para garantizar la autosuficiencia de Estados Unidos en tiempos de guerra. Las maniobras diplomáticas habituales, la persuasión suave mediante medidas reguladoras, la manipulación moderada de las fuerzas del mercado —ninguna de estas medidas, ni siquiera combinadas, conseguirán el objetivo en un plazo adecuado, si acaso lo hacen—. Sólo un enfoque mucho más agresivo podría dar lugar a una transformación tan profunda. La clase dominante tiene una fuerza a su disposición para llevar a cabo esta tarea: el gobierno central.

De ahí la mayor integración del estado con el capital monopolista bajo Trump, con multimillonarios como Elon Musk en el centro de todo. Bajo la mano firme y el látigo del gobierno, todos los recursos de la sociedad pueden movilizarse para esta monumental tarea, y cualquiera que se niegue o se resista puede ser obligado a someterse. Esto incluye a individuos dentro de la propia clase dominante que podrían perder parte de su fortuna empresarial o personal como consecuencia de la agitación económica. A estos capitalistas se les recordará que hay mucho más en juego para su clase. Si la economía estadounidense no se prepara para un enfrentamiento con sus rivales, se abriría la puerta a una pérdida mucho mayor en su posición.

Por supuesto, el éxito de este objetivo depende de mantener a los obreros trabajando sin descanso. El estado debe asumir un papel cada vez más activo en la disciplina de la lucha de clases, no sólo para llamar al orden a los capitalistas rebeldes, sino sobre todo para imponer la “paz laboral” a la clase trabajadora. A veces esto implicará la zanahoria, como el soborno salarial a los estibadores del ILA [sindicato portuario de la Costa Este] para evitar la reanudación de su huelga, sellado con un cálido abrazo entre Trump y la dirección sindical. Sin embargo, la mayoría de las veces implicará el garrote, como despojar a los trabajadores federales de sus derechos de negociación colectiva y llevar a cabo redadas en los lugares de trabajo contra los migrantes. Una mayor intervención del estado en la economía requiere una mayor intervención del estado en los asuntos de los sindicatos. Hasta ahora, los burócratas sindicales como Shawn Fain, del UAW [sindicato automotriz], han seguido el juego, en muchos casos transfiriendo sin problemas su lealtad, de los demócratas liberales a Trump, en una maniobra que resultará igual de desastrosa para los trabajadores.

La “liberación” de Trump se avecina

Desde el principio, Trump no ha ocultado su arma preferida: los aranceles. Con los aranceles y las restricciones comerciales, los imperialistas estadounidenses pretenden resolver sus problemas a costa de amigos y enemigos por igual. En lugar de los valores liberales como mecanismo para afirmar el dominio estadounidense, la clase dominante ha recurrido a juegos de poder más descarados. En la misma línea, Trump humilló abiertamente a Zelensky en la Casa Blanca, restableciendo los términos de la alianza con Ucrania. Con ello, Trump pretende alejar a Rusia de China, al tiempo que busca una salida a la guerra perdida en Ucrania, que está costando una cuantiosa suma a los imperialistas estadounidenses.

Las primeras pruebas de Trump con los aranceles provocaron no sólo gritos y amenazas de represalias por parte de otros jefes de estado, sino también volatilidad en los mercados bursátiles nacionales y un aumento en los precios de los alimentos y otros productos básicos. En la escena internacional, los aranceles de Trump son un instrumento para obligar a los gobiernos a que cumplan los dictados del imperialismo estadounidense y, en lugares como Europa, a que paguen más por su defensa militar. Ahora, ha adoptado aranceles “permanentes” en su tan cacareado “Día de la Liberación”. Reconociendo que sus acciones podrían causar turbulencias, el gobierno de Trump declaró sin rodeos que una recesión “valdría la pena”, y el propio Trump afirmó que “no le importaba en lo más mínimo” el aumento en los precios de los automóviles. En otras palabras, los detractores deben callarse y seguir el programa.

El tipo de terapia de choque que Trump está aplicando a la economía no encaja bien con la democracia liberal. En el caso de Estados Unidos, la intervención del estado como contratista general de la clase capitalista para reconstruir la economía nunca es un avance progresista, y menos aún cuando el objetivo es potenciar la capacidad de la fuerza más reaccionaria del planeta para causar aún más estragos en todo el mundo. Los adornos de la democracia liberal sólo entorpecen este proceso. ¿Por qué perder el tiempo debatiendo la constitucionalidad formal de una política, acatando la orden de un juez recalcitrante o entreteniendo a los opositores en la prensa o en las calles? Estas cosas deben tratarse como los obstáculos innecesarios que son desde el punto de vista de la clase dominante.

El liberalismo es la política que siguen los capitalistas cuando su estatus está asegurado y pueden permitirse los gastos extra, cuando no les supone mayor sacrificio. Pero cuando sienten que están entre la espada y la pared, lo abandonan todo. La tendencia es desistir de esas apariencias democráticas y que surja un estado autoritario con un hombre fuerte en el centro. Trump, el aspirante a dictador, no está ahora en la Casa Blanca por un accidente de la historia, sino como resultado de la necesidad del imperialismo estadounidense de enderezar el camino.

El gobierno de Trump ha promovido los aranceles como la solución al declive del imperialismo estadounidense. Pero sus políticas proteccionistas son una admisión de debilidad que provocará represalias de otros países contra las industrias estadounidenses con mejor desempeño. A los trabajadores de Estados Unidos y de todo el mundo les espera un infierno aún mayor, a medida que las fuerzas productivas declinan y el costo de los bienes se dispara.

El trumpismo es, por lo tanto, una consecuencia tanto como un catalizador de la decadencia imperialista. Ante las crecientes contradicciones externas e internas —por ejemplo, entre la dependencia del comercio con China y la amenaza que supone su desarrollo—, la clase dominante estadounidense ha recurrido al estado para erigirse por encima de los antagonismos de clase y reorganizar los recursos del país con el fin de hacer frente a sus rivales extranjeros. Este impulso, aunque bajo una forma muy diferente, también estaba al centro de “Bidenomics”. La Ley CHIPS, que Trump denunció como “horrible” en su reciente discurso ante el Congreso, es un ejemplo de la intervención estatal iniciada por los demócratas para preparar la economía para un enfrentamiento con China. Trump comparte su objetivo de reactivar la producción de semiconductores en Estados Unidos, sólo que él quiere presionar a los fabricantes en el extranjero para que se deslocalicen, en vez de imprimir dinero para financiarlo directamente.

Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez han estado recorriendo el país en una gira denominada “Lucha contra la oligarquía”. Por supuesto, no se trata de aplastar a la oligarquía, sino de elevar a su fracción para dirigirla. El New Deal y sus programas sociales, que ellos alaban, no fueron un gran avance para la clase obrera, sino una intervención estatal sostenida para salvar al capitalismo estadounidense y prepararlo para la guerra que se avecinaba. Trump ha comenzado a fusionar más fuertemente los monopolios y el gobierno. Sería lógico que los demócratas persiguieran el mismo objetivo en el futuro, sólo que con un matiz más socialdemócrata.

La salida progresista

El capitalismo en este país se encamina hacia menos democracia, mayor militarización del trabajo y, en última instancia, más guerra, independientemente de quién esté al mando, los republicanos o los demócratas. Una defensa agresiva por parte de los trabajadores estadounidenses contra los ataques de los patrones y los estragos de los aranceles les daría una oportunidad de luchar para repeler lo peor. Esa defensa también crearía más espacio para las luchas de los trabajadores mexicanos, quebequenses y canadienses, que son los principales destinatarios de la agresión de Trump. Cualquier golpe que puedan asestar para repeler esta agresión supondría, a su vez, un alivio para la embestida en EE.UU. Una alianza antiimperialista de los trabajadores de toda América del Norte y más allá es esencial para aumentar su capacidad de lucha contra su enemigo común. Para superar las divisiones nacionales y promover la defensa de los intereses de las masas trabajadoras, incluidas las de Estados Unidos, dicha alianza pondría en el centro de su programa la oposición a la subyugación imperialista de México y a la opresión nacional de Quebec.

La única salida progresista al caos actual es que la clase obrera tome las riendas de la industria y de la sociedad misma. Cualquier paso en esta dirección es imposible mientras se respete el derecho de los gobernantes estadounidenses a dominar el mundo, que es precisamente lo que impulsa el caos. Pero ésta es la mentira que predican los burócratas sindicales de todo tipo. La clase obrera debe comenzar a tomar medidas ahora para aumentar su unidad y su fuerza colectiva, de modo que pueda valerse por sí misma, en lugar de ser arrastrada por cualquiera de las dos alas de la clase dominante y la burocracia sindical vinculada a ella.