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https://iclfi.org/spartacist/es/43/china
Traducido de The Class Nature of China (inglés), Spartacist (English edition) No. 69

¿Qué es China? Desde las clases dominantes hasta la extrema izquierda, esta pregunta aparentemente sencilla divide opiniones. Para el capitalista estadounidense Ray Dalio, se trata de un régimen de capitalismo de estado, en el que “el capitalismo y el desarrollo de los mercados de capitales podrían, en pocos años, ser más populares en China que en Estados Unidos”. Refutando directamente tales opiniones, encontramos a Xi Jinping, secretario general del Partido Comunista de China (PCCh):

“Algunos han llamado a nuestra vía ‘capitalismo social’, otros ‘capitalismo de estado’ y otros ‘capitalismo tecnocrático’. Todos ellos están completamente equivocados. Nosotros respondemos que el socialismo con características chinas es socialismo, con lo que queremos decir que a pesar de las reformas nos adherimos a la vía socialista: nuestra vía, nuestra teoría, nuestro sistema”.

—“Sobre la construcción del socialismo con características chinas” (5 de enero de 2013)

Ambos puntos de vista reflejan intereses distintos: Dalio los del inversor capitalista extranjero, Xi los del régimen del PCCh. Pero, ¿qué hay del movimiento obrero? ¿Cómo se puede entender la naturaleza de China partiendo de los intereses de la clase obrera internacional?

Ésta es una de las cuestiones más importantes y controversiales para la izquierda hoy en día. Hay quien se hace de la vista gorda ante los crímenes del PCCh y considera a China un modelo socialista a emular. Pero éste sigue siendo un punto de vista minoritario en el movimiento marxista internacional. La mayoría de las organizaciones afirman que China es una potencia capitalista y/o imperialista. Entre los partidos que se declaran trotskistas, Alternativa Socialista Internacional (ASI), la Internacional Comunista Revolucionaria (ICR, anteriormente CMI), la Fracción Trotskista y muchos más sostienen este punto de vista. Lo mismo ocurre con los estalinistas de la vieja escuela como el KKE griego y la mayoría de los maoístas fuera de China, por ejemplo, el MLPD en Alemania y los sisonistas en Filipinas.

Este artículo estará centrado en contra de esta tendencia. Demostraremos que, lejos de ofrecer una alternativa política viable contrapuesta al PCCh, quienes sostienen que China es capitalista e imperialista simplemente concilian a Estados Unidos y sus aliados. En cuanto a los argumentos que emplean, éstos rechazan principios marxistas básicos sobre el estado y el imperialismo. Para empezar, abordaremos por qué China no es imperialista. Luego argumentaremos que a pesar de la importante penetración capitalista, China conserva las características básicas de un estado obrero deformado. El argumento fundamental presentado a lo largo de todo el documento es que para avanzar los intereses de la clase obrera se debe empezar por la oposición al orden mundial dominado por Estados Unidos. Ésta es una tarea que requiere defender las conquistas restantes de la Revolución China de 1949, pero también luchar por una revolución política contra la burocracia estalinista del PCCh, cuya estrategia y políticas están llevando a China al desastre.

PRIMERA PARTE: CHINA NO ES IMPERIALISTA

1) Marxismo vs. empirismo

El término “imperialismo” es utilizado por todo tipo de personas en todo tipo de contextos. Para evaluar objetivamente la afirmación de que China es imperialista, es necesario dejar de lado el clamor liberal y abordar la cuestión desde un punto de vista marxista. La dificultad no estriba en definir el imperialismo. La mayoría estará de acuerdo con la opinión de Lenin:

“El imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo en que ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha adquirido señalada importancia la exportación de capitales, ha empezado el reparto del mundo por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de toda la Tierra entre los países capitalistas más importantes”.

El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916)

La controversia surge más bien a la hora de determinar qué países son hoy imperialistas. Algunos sitúan a China, Brasil e incluso Grecia en un continuo con Estados Unidos, mientras que otros niegan que Japón y Alemania sean grandes potencias en absoluto.

Este amplio abanico de opiniones es tanto un problema de método como de programa. Es esencial abordar la cuestión del imperialismo no desde lo moral o los ideales abstractos, sino en su desarrollo histórico concreto, es decir, con el materialismo dialéctico. Por ejemplo, el análisis del sistema capitalista desarrollado por Marx examina cómo surgió en tanto que modo de producción distinto a partir de la lucha de clases del orden feudal precedente. El imperialismo debe enfocarse de la misma manera: como un sistema vivo que ha evolucionado a través de la lucha de clases del último siglo, donde el lugar de un país individual encaja como una parte del todo.

Éste no es el método empleado por la izquierda. Un ejemplo vulgar pero representativo de cómo enfocan la cuestión puede encontrarse en el artículo de la ASI titulado “¿Es China imperialista?” (chinaworker.info, 14 de enero de 2022). Para responder a la pregunta, el artículo analiza si China se ajusta a los distintos puntos de la definición de Lenin. ¿Tiene monopolios? ¿Exporta capital financiero? ¿Tiene un gran ejército? Una vez marcadas todas las casillas de la lista, se considera que China es imperialista.

Esto no es marxismo, sino empirismo. En lugar de analizar el desarrollo de China dentro del sistema mundial, la ASI juzga su carácter simplemente comparando las pruebas empíricas (el tamaño del ejército, la cantidad de capital exportado, etc.) con una norma abstracta (la definición de Lenin). Adaptado a la biología, esto sería como categorizar las especies fijándose únicamente en los rasgos físicos e ignorando su evolución. El problema de este método es que es casi totalmente subjetivo, sin una forma de decidir objetivamente qué conjunto de rasgos son decisivos para determinar la transformación de cantidad en calidad. Con este enfoque, se puede seleccionar un conjunto de hechos para “demostrar” que un determinado país es imperialista del mismo modo que una selección diferente puede demostrar lo contrario.

Para salir al paso de estos debates sobre quién pertenece al club imperialista, es necesario abordar toda la cuestión examinando cómo ha evolucionado concretamente el imperialismo a lo largo de la historia. Y para determinar el lugar específico de China en este sistema, es necesario situar su propia evolución dentro de la del sistema mundial en su conjunto. Sólo así podremos obtener una respuesta marxista al problema.

2) El orden mundial estadounidense y China

El punto de partida de cualquier análisis del sistema imperialista contemporáneo debe ser 1945. EE.UU. surgió de la mayor carnicería de la humanidad como la potencia imperialista dominante. Los pilares clave del actual orden mundial se establecieron en ese contexto. El dólar estadounidense como moneda de reserva mundial, la ONU, el FMI, la OTAN y la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (antecesora de la Unión Europea, UE) fueron diseñados para hacer frente a la URSS y consagrar privilegios exorbitantes para Estados Unidos. Las demás potencias capitalistas —Gran Bretaña, Francia, Alemania y Japón— no tuvieron más remedio que seguir a EE.UU. Los antiguos imperios coloniales dejaron rápidamente de desempeñar un papel independiente en la política mundial, y sus estatus y privilegios pasaron a depender de sus relaciones con Estados Unidos.

En cuanto a China, un siglo de saqueo imperialista la había reducido al estatus de neocolonia. El puesto permanente que adquirió en el Consejo de Seguridad de la ONU simplemente reflejaba que era un aliado estadounidense contra Japón. Sin embargo, esta relación cambió radicalmente cuando en 1949 el ejército campesino de Mao derrotó al régimen nacionalista de Chiang Kai-shek, lo que provocó la huida de la burguesía china a Taiwán, la liberación de China del yugo imperialista y el establecimiento de un estado obrero. La Revolución China fue un golpe humillante para Estados Unidos y condujo directamente a una escalada de la Guerra Fría. Para detener la expansión del comunismo y evitar “otra China”, los estadounidenses lanzaron la cacería de brujas macartista e intervinieron militarmente en la Península de Corea y, más tarde, en Vietnam. Durante este periodo, Estados Unidos y China se situaron en polos opuestos del orden mundial, definido por el conflicto en torno al comunismo, las luchas coloniales y la URSS.

Esto volvió a cambiar bruscamente en 1972, cuando Nixon y Mao sellaron un pacto contra la Unión Soviética. Al mismo tiempo que era derrotado en Vietnam, Estados Unidos trató de apuntalar su posición aprovechando el conflicto que había surgido entre la Unión Soviética y China. Las relaciones sino-estadounidenses mejoraron aún más cuando Deng Xiaoping tomó el puesto de Mao y emprendió el camino de “reforma y apertura” de liberalización económica. Ahora bien, las relaciones bilaterales tuvieron un carácter muy peculiar: los dos países colaboraron para socavar a la Unión Soviética, pero sus regímenes sociales siguieron siendo fundamentalmente antagónicos.

En 1991, el colapso de la Unión Soviética marcó un dramático punto de inflexión en la situación mundial y anunció una nueva era para las relaciones entre China y Occidente. Con la desaparición de la URSS, Estados Unidos se erigió como la potencia mundial indiscutida. El dominio estadounidense y la apertura del mercado chino crearon las condiciones para la expansión masiva de la inversión extranjera y el comercio conocida como globalización. China se convirtió en el centro industrial del mundo, donde las empresas extranjeras podían contar con mano de obra barata, planificación estatal y paz laboral garantizada por el PCCh.

Desde el punto de vista estadounidense, la liberalización del mercado en China representaba una oportunidad enorme. Además, dado que la democracia liberal había “ganado la Guerra Fría”, el comunismo chino ya no se veía como una amenaza sino simplemente como un anacronismo que se superaría mediante la integración económica con Occidente. Este sentimiento fue claramente expresado por el presidente estadounidense Bill Clinton, quien pensaba que “al unirse a la OMC [Organización Mundial del Comercio], China no está simplemente accediendo a importar más de nuestros productos; está accediendo a importar uno de los valores más preciados de la democracia: la libertad económica... Y cuando los individuos tengan el poder...de realizar sus sueños, exigirán una mayor participación” (9 de marzo de 2000).

Desde el punto de vista del PCCh, la nueva era estaba llena de peligros. El colapso de la Unión Soviética representaba una advertencia de lo que ocurriría si el partido aflojaba su control político sobre el país. Al mismo tiempo, el levantamiento de Tiananmen de 1989 había demostrado que las masas estaban inquietas y exigían mejores condiciones. El impasse se rompió en 1992 con la “Inspección por el Sur” de Deng, una campaña para poner al partido firmemente en apoyo de su programa de liberalización del mercado. La idea era que un crecimiento económico suficiente amortiguaría el descontento político y consolidaría el poder del régimen.

La campaña tuvo éxito. Contrariamente a las expectativas estadounidenses, la integración económica de China no condujo a la caída del PCCh ni al desmantelamiento de los monopolios estatales. Los intereses convergentes del PCCh y de los capitalistas extranjeros en las décadas de 1990 y 2000 redujeron la presión general sobre el régimen e hicieron posible que China se desarrollara a una velocidad increíble, combinando el control estatal de la economía con la liberalización de los flujos de capital y la expansión del comercio.

Es esencial comprender esta dinámica. El crecimiento explosivo de China se produjo gracias a su integración al sistema económico estadounidense, no en oposición a él. La política exterior de China —como la de todos los regímenes estalinistas— ha estado siempre impulsada por el objetivo de lograr una coexistencia pacífica con el imperialismo. De hecho, hasta hoy China no ha desafiado ninguno de los pilares básicos de la dominación estadounidense. Se adhirió a la OMC, apoya al FMI y la ONU y sigue comerciando e invirtiendo mayoritariamente en dólares estadounidenses. Y lo que es más importante, China no ha hecho nada para sustituir a Estados Unidos como la autoridad militar del mundo.

3) El declive de la hegemonía estadounidense

Si bien la hegemonía estadounidense creó las condiciones para que China y otros países del Sur Global crecieran sustancialmente, la contradicción central de la situación mundial actual es que esto a su vez ha debilitado la posición de EE.UU. La clase dominante estadounidense lo entiende y está socavando cada vez más los principales pilares de su propio sistema mundial democrático liberal. Donald Trump ha sido emblemático de esta transición, declarando en 2015 mientras lanzaba su primera candidatura presidencial:

“Ahora mismo, piensen en esto: debemos 1.3 billones de dólares a China. A Japón le debemos más que eso. Así que vienen, nos quitan nuestros trabajos, nos quitan nuestro dinero, y luego nos prestan de nuevo el dinero, y les pagamos con intereses, y luego el dólar sube por lo que su negocio es aún mejor.

“¿Qué tan estúpidos son nuestros dirigentes? ¿Qué tan estúpidos son estos políticos para permitir que esto ocurra? ¿Qué tan estúpidos son?”

Simbolizando cómo el orden liberal se está convirtiendo en un obstáculo para el propio Estados Unidos, Washington amenaza con sancionar a la Corte Penal Internacional por investigar a Israel, considera la posibilidad de quitarle financiamiento a la ONU, y a veces incluso se pronuncia contra la OTAN y la UE. El PCCh, por su parte, sigue creyendo que la globalización es una fuerza inmutable de la historia y que China puede seguir desarrollándose dentro de las reglas establecidas por Estados Unidos. Ahora nos encontramos en la situación insólita en que China predica el libre comercio y el derecho internacional mientras Estados Unidos y la UE abogan por el proteccionismo y hacen caso omiso de sus propias reglas internacionales.

En general, el periodo actual es muy diferente del que precedió a la Primera Guerra Mundial, el periodo clásico de rivalidades interimperialistas. En aquella época, los imperios consolidados de Francia, Gran Bretaña y Rusia se enfrentaban a potencias imperialistas emergentes (Alemania, Japón y Estados Unidos) que estaban expandiendo agresivamente sus propios imperios coloniales. A principios del siglo XX, el sistema imperialista estaba fracturado y la inestabilidad procedía de los apetitos expansionistas de imperios nuevos pero ya establecidos.

Desde 1945, el sistema imperialista se ha unificado. En la actualidad, el altamente integrado cártel imperialista dominado por EE.UU. se está resquebrajando cada vez más debido a la aparición de diversas potencias regionales. Se trata de países que han sido asediados por Estados Unidos y sus aliados durante las últimas décadas, pero que ahora exigen que se respeten sus intereses regionales e internos. Dado que la estabilidad del sistema mundial depende del dominio indisputable de EE.UU., estas ambiciones relativamente modestas representan una amenaza existencial y son lo que está detrás de las turbulencias de la época actual.

Si situamos el desarrollo de China dentro del sistema imperialista del periodo postsoviético, está claro que no ha seguido en modo alguno un rumbo imperialista expansionista —como mínimo, eso exigiría romper con el orden económico estadounidense—. De hecho, vemos que a pesar de su peso económico —mucho mayor que el de la URSS— China ha seguido una política exterior cautelosa, centrada abrumadoramente en mantener el statu quo. Pero incluso si nos fijamos en Rusia, que ha seguido una estrategia de mucho mayor confrontación, vemos que no ha estado expandiéndose agresivamente sino reaccionando a los designios de Estados Unidos sobre su periferia y sus aliados (Georgia, Ucrania, Siria). Rusia ha desafiado a EE.UU., pero no está compitiendo por el liderazgo mundial. La conclusión es que la política mundial es un juego de suma cero. La aparición de un nuevo bloque imperialista no puede producirse sin una gran derrota o la ruptura de la alianza imperialista que ha dominado el mundo desde 1945.

4) ¿Imperialismo pacífico?

El primer error que cometen quienes sostienen que China es imperialista es plantear que una nueva potencia imperialista mundial podría surgir por medios totalmente pacíficos. Tanto si hablamos del Imperio Romano de la antigüedad como del sistema imperialista moderno descrito por Lenin, el imperialismo requiere coerción militar. El hecho de que el militarismo sea producto de las relaciones económicas no lo convierte en modo alguno en una característica opcional. La explotación sólo puede imponerse mediante la fuerza.

La importancia decisiva del poder militar ha quedado un tanto enmascarada en las últimas tres décadas por el abrumador dominio militar de EE.UU. El incontestable poderío estadounidense creó las condiciones para una economía mundial altamente unificada que a primera vista parece funcionar en gran medida por medios pacíficos. Los multimillonarios de Arabia Saudita, Alemania o la India pueden invertir su dinero en el extranjero sin tener que preocuparse de que les incauten sus propiedades o les cancelen sus préstamos. Esto se debe a que el ejército estadounidense ha servido como agente del orden para todo el sistema imperialista moderno. A cambio de garantizar los derechos de propiedad privada a los capitalistas de todo el mundo, Estados Unidos extrae una parte desproporcionada de la plusvalía a través del dólar estadounidense y su control de los centros y las instituciones clave del capital financiero mundial.

Es crucial comprender que, hasta el día de hoy, la estabilidad de la economía mundial descansa en las fuerzas armadas estadounidenses. Estados Unidos tiene al menos 750 bases en 80 países. EE.UU. y sus aliados controlan todos los cuellos de botella marítimos importantes: los canales de Panamá y Suez, los estrechos de Malaca, Gibraltar y Ormuz. El poderío marítimo de China está creciendo, pero el Pacífico sigue siendo en gran medida un lago estadounidense, al igual que los océanos Atlántico e Índico y el Mar Mediterráneo. Desde 1945, las fuerzas armadas estadounidenses han intervenido en el extranjero en más de 200 conflictos. Consideradas individualmente, muchas de estas intervenciones parecen tener poco sentido económico o estratégico. Deben verse como demostraciones del poderío estadounidense que sirven para mantener la paz en el sistema internacional en su conjunto.

Ya hemos visto cómo el desarrollo económico de China se ha producido plenamente dentro de las instituciones clave del sistema imperialista estadounidense. Incluso si China fuera capitalista, para convertirse en imperialista tendría que romper con el sistema estadounidense y garantizar sus intereses económicos mundiales mediante su propio poderío militar y sus propias instituciones. Un rápido vistazo a la situación mundial deja claro que China no ha dado ningún paso serio en esta dirección. De hecho, es la única potencia militar de consideración que no ha intervenido en el extranjero en los últimos cuarenta años (las fuerzas de paz de la ONU no cuentan).

Hasta hoy, cuando China realiza inversiones y préstamos en el extranjero, sigue confiando ante todo en las instituciones del dominio estadounidense, no en su propio poder militar. Sin este atributo esencial, China no puede ser considerada una potencia imperialista. Sostener lo contrario es pintar el imperialismo con colores pacifistas. Significaría que los países de todo el mundo aceptan ser superexplotados por motivos puramente comerciales y que el mundo ya se ha redividido entre las grandes potencias de forma totalmente pacífica.

¿Qué pasa con países como Alemania y Japón? También dependen del poder militar estadounidense. ¿Significa esto que no son imperialistas? No, no es así. Tanto Alemania como Japón intentaron desafiar a Estados Unidos por la supremacía —con consecuencias catastróficas— y desde su derrota han sido socios del sistema estadounidense. Ambos ocupan lugares privilegiados dentro de la economía mundial en función de su alianza con EE.UU. Esto es diferente de China, que siempre ha sido considerada una intrusa a pesar de la profunda integración económica de las últimas décadas.

5) ¿A qué países oprime China?

Es evidente que no puede haber imperialismo sin opresión de países extranjeros. De ahí la pregunta: ¿A qué países oprime China? No cabe duda de que el régimen político de China oprime a su propio pueblo. También está claro que oprime a minorías nacionales dentro de sus propias fronteras. Pero si esto es todo lo que se necesita para ser imperialista, Irak y Sri Lanka encajarían en la lista. La mayoría de los países oprimen a las minorías nacionales dentro de sus propias fronteras y todos los países son gobernados en detrimento de su pueblo. Eso no los convierte en imperialistas.

“Pero, ¿qué pasa con la Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR)?”, vociferan la ASI y cía. “¿No es un proyecto imperialista explotador?” Es cierto que China ha invertido miles de millones (de dólares estadounidenses) en países de África y Asia, construyendo infraestructura y endeudándolos. También es indudable que China no realiza esas inversiones partiendo de los intereses de los trabajadores. Ha atacado derechos sindicales, corrompido a funcionarios, despreciado el sentimiento local y apoyado todo tipo de regímenes reaccionarios. Sin embargo, la cuestión no es si las acciones de China son benevolentes, sino si proyectos como la IFR han transformado a China en un opresor imperialista. Es decir, ¿utiliza China la fuerza para imponer su voluntad en países en los que ha realizado importantes inversiones?

Fijémonos en Sri Lanka, el arquetipo de la “diplomacia de la trampa de la deuda” china. Sri Lanka adquirió fama por no poder pagar los intereses de los préstamos chinos que acumuló para construir un nuevo puerto y lo arrendó a China durante 99 años. Pero, ¿domina China a Sri Lanka? No. Cuando en 2022 el país fue incapaz de pagar a sus acreedores extranjeros (en dólares estadounidenses), no fue China quien se abalanzó para dictar las condiciones. Como siempre, fue el FMI, y las negociaciones clave con los acreedores se celebraron en Washington, no en Beijing. Incluso los observadores occidentales se vieron obligados a admitir que la crisis de la deuda de Sri Lanka no se debía a los préstamos chinos.

¿Y Pakistán? En 2017, la Corriente Comunista Revolucionaria Internacional (CCRI) sacó una declaración en la que proclamaba: “¡El Corredor Económico China-Pakistán es un proyecto del imperialismo chino para la colonización de Pakistán!” La ASI, por su parte, afirma que Pakistán forma parte del bloque imperialista chino contra Estados Unidos (“‘El ascenso de China’: Un punto de vista obsoleto”, chinaworker.info, 24 de abril). Cualquiera que tenga los conocimientos más básicos sobre Pakistán sabe que esto es un completo disparate. Aunque China mantiene estrechas relaciones con Pakistán, Estados Unidos lleva la voz cantante. Esto quedó demostrado con la mayor claridad en fecha tan reciente como 2022, cuando Estados Unidos conspiró con la élite militar pakistaní para destituir y encarcelar al presidente Imran Khan. En respuesta, China no hizo nada.

Las acusaciones de “imperialismo chino” son probablemente más grotescas cuando se refieren a África. Las potencias occidentales han oprimido a África durante siglos, manteniendo al continente en un estado de miseria y conflicto. Son las bases militares francesas y estadounidenses las que cubren el continente, no los puestos de avanzada chinos (su única base en el extranjero está en Yibuti). Es Francia quien posee la mitad de las reservas de divisas y controla las monedas de más de una docena de países africanos. Y como en todas partes, las crisis de la deuda se producen por pagos en dólares y euros, no en renminbis.

Una vez más, esto no quiere decir que China desempeñe un papel benévolo en África. Nada de eso. El punto es simplemente que China no impone su voluntad mediante la coacción a ningún país de África. No es China quien devastó Libia, Somalia, Malí, Níger, Chad y tantos otros. En todos estos casos, los responsables son los imperialistas occidentales.

Esto nos lleva al Mar de China Meridional y el Mar de China Oriental. ¿Desea China transformar el Pacífico en su lago? Creemos que no. Pero aunque así fuera, esto no la hace imperialista. Hay que ser concretos: ¿cuál es la situación actual? Desde la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos es el amo del Pacífico. Basta con mirar un mapa para ver que China está completamente rodeada de aliados estadounidenses, la mayoría de los cuales dan la bienvenida a las tropas estadounidenses en su suelo. Filipinas, Corea del Sur, Indonesia, Taiwán: ninguno de estos países es oprimido por China, todos son dominados por los estadounidenses.

Esto no fue un proceso pacífico y gradual. Se estableció con el bombardeo de Tokio, los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki, la Guerra de Corea, la matanza de comunistas indonesios e innumerables crímenes más. Los apologistas del imperialismo occidental ponen el grito en el cielo ante la expansión militar china en la región. Pero, ¿a quién ha invadido China? Basta con mirar objetivamente los hechos para ver que los alaridos sobre el imperialismo chino en el Pacífico no son más que burdas capitulaciones ante el statu quo del dominio estadounidense.

En cuanto a Taiwán, su caso es bastante singular. Históricamente formaba parte de China. Tras la Revolución de 1949, se convirtió en un refugio para la clase capitalista china. Desde entonces, Taiwán ha sido construido conscientemente por los estadounidenses como cabeza de puente para someter de nuevo a China a la dominación imperialista. Es cierto que hoy en día la mayoría de la población de la isla no desea la reunificación con China. Esto se debe en gran parte a que el PCCh sólo ofrece represión y mantener el capitalismo allí. Pero esto no cambia el hecho de que el conflicto sobre Taiwán tiene que ver con la dominación imperialista de Asia por parte de EE.UU. y Japón. Es esta dominación la que explica la separación de Taiwán de la China continental. Una guerra por Taiwán sería una guerra para completar la Revolución de 1949, y no una guerra de conquista imperial por parte de China.

6) Implicaciones políticas

El alboroto sobre los imperialismos chino y ruso sólo sirve para enmascarar el hecho de que un pequeño grupo de potencias bajo la dirección de Estados Unidos es el que oprime a todo el planeta. Ni China ni Rusia oprimen naciones más allá de sus fronteras inmediatas o su periferia. De hecho, son ellas las que llevan décadas asediadas por el imperialismo occidental.

El punto de partida para la estrategia revolucionaria y la unificación del proletariado en el este de Asia o Europa Oriental debe ser la expulsión del imperialismo estadounidense de la región. ¿Significa esto que es necesario apoyar al PCCh o al Kremlin? Por supuesto que no. Sus políticas reaccionarias socavan la lucha contra el imperialismo a cada paso. Por ejemplo, la opresión de los ucranianos y los uigures por parte de los gobiernos ruso y chino impide la unidad de los trabajadores contra EE.UU. y sus aliados. Reconocer sus derechos nacionales fortalecería la lucha contra las potencias que oprimen el este de Asia, Europa Oriental y el mundo.

¿Pero una victoria de Rusia o China en una guerra contra EE.UU. no significaría que ocuparían su lugar a la cabeza del sistema imperialista mundial? Todo depende de las circunstancias concretas en que se de esta victoria. La tarea de los comunistas es precisamente luchar para que el colapso del orden estadounidense se produzca en términos internacionalistas revolucionarios favorables a la clase obrera. Para dar forma a esta lucha, es necesario participar activamente en cada etapa. Sería el peor de los crímenes no luchar por la derrota de EE.UU., la potencia que hoy oprime al mundo, por miedo a que mañana otra potencia pudiera convertirse en el nuevo opresor.

En el fondo, denunciar al “imperialismo chino” es una delgada hoja de parra para negarse a oponerse a la dominación de Estados Unidos y sus aliados. La fuerza de esta posición en la izquierda refleja el hecho de que en los países alineados con Occidente es imposible ser considerado respetable por la burocracia sindical o los círculos liberales mientras se defienda a China contra el imperialismo. Aunque pueda sonar radical entre algunos hacer una equivalencia entre EE.UU. y China, el hecho es que el primero ha dominado todo el sistema imperialista desde 1945 mientras que el segundo no domina ninguna parte del mundo fuera de sus propias fronteras. Por supuesto, no se puede ser revolucionario mientras se defiende la política del PCCh. Pero es burdo socialchovinismo rechazar la lucha contra la dominación estadounidense levantando el espantajo del “imperialismo chino”.

SEGUNDA PARTE: CHINA NO ES CAPITALISTA

1) El marxismo y el estado

Al discutir si el estado chino es capitalista o sigue siendo un estado obrero, es importante establecer un enfoque metodológico básico. Al igual que con el imperialismo, la mayor parte de la izquierda termina de explorar la cuestión en donde debería comenzar. Para los partidarios de que “China es capitalista”, basta con señalar el número de multimillonarios y empresas multinacionales para resolver la cuestión. Para los de la opinión contraria, el control estatal de las industrias estratégicas y el elevado crecimiento económico se consideran suficientes para demostrar que China no es capitalista. Una vez más, la cuestión no puede entenderse mirando fotografías instantáneas individuales, sino que debe contemplarse en su desarrollo histórico concreto.

Tanto la proliferación de capitalistas como el alto nivel de industrias nacionalizadas son claves para entender China, pero estos hechos por sí solos no prueban nada. Como Trotsky señaló en “La naturaleza de clase del estado soviético” (octubre de 1933), los bolcheviques no nacionalizaron la industria en el primer año de la Revolución Rusa; permaneció en manos privadas bajo control obrero. En 1921, los bolcheviques reintrodujeron las relaciones de mercado en la agricultura a través de la Nueva Política Económica, pero esto no significó un retorno al capitalismo. Además, la propia clase capitalista puede nacionalizar enormes franjas de la industria en respuesta a determinadas crisis (por ejemplo, Portugal en la década de 1970). Estos ejemplos no hacen sino demostrar que las formas de propiedad tomadas como un factor aislado no bastan para determinar la naturaleza de clase de un país.

Para los marxistas, el quid de la cuestión es el propio estado, es decir, las fuerzas armadas y la burocracia. ¿Qué dictadura de clase defienden? A pesar de las grandes variaciones posibles en las formas políticas que puede adoptar un estado (democrático, bonapartista, fascista, etc.), siempre representa el gobierno de una clase definida. Resumiendo a Engels, Lenin explicó:

“El estado es producto y manifestación de la inconciliabilidad de las contradicciones de clase. El estado surge en el sitio, en el momento y en la medida en que las contradicciones de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del estado demuestra que las contradicciones de clase son inconciliables”.

El estado y la revolución (1917)

Lenin insistió que los “demócratas pequeñoburgueses” jamás podrán comprender “que el estado es el órgano de dominación de una clase determinada, la cual no puede conciliarse con su antípoda (con la clase opuesta a ella)”. Y así es hasta el día de hoy. Todo error sobre la naturaleza de clase de China y las perspectivas futuras de la República Popular China (RPCh) se basa en rechazar estos conceptos básicos del estado esbozados por Lenin.

El revisionismo sobre esta cuestión comienza con el PCCh mismo. La propia concepción de Mao delineada en “Sobre la nueva democracia” (1940) es la “dictadura conjunta de todas las clases revolucionarias” de China, que se suponía incluía a la burguesía nacionalista. Esto resultó ser una ilusión total. Cuando el Ejército Popular de Liberación (EPL) de Mao derrotó a las fuerzas nacionalistas del Guomindang, no hubo “dictadura conjunta”. La burguesía huyó abrumadoramente a Taiwán y los que no lo hicieron fueron expropiados. La RPCh —una dictadura del proletariado— no podía conciliarse con su antípoda, una clara confirmación de la teoría marxista. Sin embargo, esta misma ilusión estaba detrás de la “reforma y apertura” de Deng y sigue siendo defendida por el PCCh. De Deng a Xi, el “socialismo con características chinas” se basa en el mito de que no existe un conflicto fundamental entre la burguesía y el socialismo. Tales ilusiones son una amenaza mortal para la RPCh.

De forma diferente, los diversos socialistas que afirman que China es capitalista cometen el mismo error. En lugar de plantear que el capitalismo y el socialismo pueden cohabitar como hace el PCCh, argumentan que hubo una transición gradual y sin fisuras en China, que pasó de ser un estado obrero tras 1949 a ser un estado capitalista en la década de 1990. Según ellos, esta transición tuvo lugar sin un periodo de crisis aguda en el que la estructura estatal de la RPCh fuera destruida y sustituida por una nueva. En otras palabras, piensan que el mismo aparato estatal, la misma burocracia y el mismo régimen pueden defender la dictadura de dos clases antagónicas. Esto no es más que otra forma de borrar el irreconciliable conflicto de clases que encarna la propia existencia de un estado. Respondiendo exactamente a estos argumentos en relación con la Unión Soviética de los años 30, Trotsky explicó:

“La tesis marxista referente al carácter catastrófico de la transferencia del poder de las manos de una clase a las de otra no se aplica solamente a las épocas revolucionarias, en las que la historia avanza barriendo locamente con todo, sino también a las épocas contrarrevolucionarias, en las que la sociedad retrocede. El que afirma que el gobierno soviético ha ido cambiando gradualmente de proletario en burgués no hace más, por así decirlo, que proyectar de atrás hacia delante la película del reformismo”.

—“La naturaleza de clase del estado soviético”

Para establecer el carácter de clase de China, el criterio clave no es el grado en que prevalecen las relaciones de mercado o la economía planificada, aunque sin duda son factores importantes. Se trata más bien de si se ha producido un cambio cualitativo en la naturaleza y la función del aparato estatal. Los que creen que China es capitalista deben argumentar que Trotsky estaba equivocado y que, de hecho, es posible que un estado cambie gradualmente su carácter de clase, o bien deben explicar cuándo y cómo tuvo lugar la contrarrevolución en China.

2) Las contrarrevoluciones en Europa Oriental y la URSS

Una diferencia clave entre el argumento teórico de Trotsky en los años 30 y hoy es que hemos visto una serie de claros ejemplos históricos de contrarrevoluciones. Prácticamente no hay controversia sobre el hecho de que el capitalismo fue restaurado en los antiguos estados obreros de Europa y en la URSS. El proceso fue diferente en Polonia, la RDA (Alemania Oriental), Yugoslavia y la propia Unión Soviética, pero cada uno de estos ejemplos confirma plenamente el “carácter catastrófico de la transferencia del poder de las manos de una clase a las de otra”.

Sin entrar en una historia detallada de cómo triunfó la contrarrevolución en cada caso, es posible distinguir varios rasgos esenciales comunes a todos. En cada uno, una aguda crisis política condujo al colapso del régimen estalinista. Aunque en algunos países ciertos antiguos estalinistas hayan podido mantener posiciones destacadas o incluso de dirección bajo el capitalismo, en ningún caso el antiguo partido comunista permaneció en el poder. Además, en todos los casos se reorganizó a fondo la estructura del estado. En Yugoslavia, Checoslovaquia, Alemania Oriental y la Unión Soviética, los estados se disolvieron o liquidaron. Pero incluso donde no fue así, el estado reorganizó sus fuerzas armadas y cambió su nombre, su constitución y su sistema legal.

Ya no hay ejércitos rojos ni ejércitos populares en Europa. Ya no hay martillos y hoces en las banderas nacionales —dejando a un lado a Transnistria—, ni repúblicas socialistas y populares. Algunos pueden argumentar que tales nombres y símbolos carecen de significado. Pero esto es erróneo. Como un ejército conquistador, el capitalismo trajo sus banderas, sus símbolos, sus valores y su lenguaje. Estos cambios expresaban la ruptura decisiva del poder estatal. Representaron la victoria decisiva del capitalismo sobre el estalinismo.

Veamos el aspecto económico de la cuestión. Antes de la contrarrevolución, muchos países del Bloque del Este habían tomado medidas a lo largo de los años para liberalizar sus economías. Sin embargo, la vuelta al capitalismo no fue una transición económica gradual, sino que se produjo en forma de una conmoción catastrófica. Los antiguos modelos económicos se derrumbaron abruptamente y se introdujo un nuevo modelo, generalmente bajo los dictados del FMI. Las consecuencias inmediatas fueron la desindustrialización, el desempleo masivo, la inflación y la recesión.

Según un estudio del Banco Mundial de 1998, “Ingresos, desigualdad y pobreza durante la transición de la economía planificada a la economía de mercado”, el valor total de los bienes y los servicios producidos en los países que pasaron al capitalismo disminuyó al menos una cuarta parte en términos reales. En la mayoría de los casos, las empresas estatales fueron liquidadas en ventas relámpago. Bielorrusia es la excepción que confirma la regla. Las empresas estatales no fueron liquidadas, pero el golpe económico fue igual de brutal, con una contracción del PIB per cápita del 34 por ciento.

Las consecuencias sociales de la restauración capitalista fueron dramáticas. La expectativa de vida se redujo en la mayoría de los países. Rusia experimentó un aumento de la mortalidad superior al de cualquier país industrializado en tiempos de paz. Yugoslavia se desintegró en una guerra civil. La pobreza se disparó en todos los países excomunistas. El estudio del Banco Mundial sobre estos países (excluyendo a los que estaban en guerra) afirmaba: “Mientras que en 1989 se calculaba que el número de personas que vivían con menos de 4 dólares al día (a precios internacionales) era de 14 millones (de una población de aproximadamente 360 millones), ahora se calcula que más de 140 millones de personas viven por debajo del mismo umbral de pobreza”.

Las conclusiones son claras: en todas partes la contrarrevolución fue un proceso brutal. Ya fuera al nivel político, económico o social, la transición de un estado obrero al capitalismo fue brusca y representó una clara ruptura con el pasado.

3) Reforma y apertura en China

¿Cómo se comparan las contrarrevoluciones en Europa Oriental y la Unión Soviética con la “reforma y apertura” en China? Si nos centramos únicamente en factores aislados, como el número de privatizaciones y la proliferación de relaciones de mercado, es posible señalar similitudes. Pero si damos un paso atrás y nos fijamos en el panorama general, está bastante claro que estos procesos no tienen nada en común.

En el plano político, las diferencias son las más evidentes. China no se libró de la agitación política que sacudió a los países no capitalistas de Europa y Asia Central a finales de los años ochenta. Sin embargo, el resultado de esta agitación fue precisamente lo contrario. El amplio levantamiento de estudiantes y obreros provocado por las protestas de Tiananmen de 1989 sumió al régimen del PCCh en una crisis. Pero a diferencia de las burocracias estalinistas de la RDA, Polonia y la Unión Soviética, el PCCh no se derrumbó, sino que aplastó el movimiento en una sangrienta ola de represión. Como resultado, el PCCh reforzó su control del poder político. El resultado de los acontecimientos de Tiananmen fue la continuidad política, no la ruptura.

En la actualidad, el funcionamiento y la apariencia de todas las instituciones clave del estado no han cambiado en lo esencial. China sigue gobernada por un Partido Comunista. Las fuerzas armadas siguen siendo el EPL, cuya continuidad se remonta al ejército campesino de Mao. La República Popular sigue en pie, el máximo órgano del estado sigue siendo (formalmente) la Asamblea Popular Nacional y el cargo más prestigioso sigue siendo el de secretario general del Partido Comunista. Nadie disputa estos hechos, simplemente son considerados irrelevantes por quienes piensan que China es capitalista.

¿Qué hay de las esferas económica y social? Trotsky predijo que un desarrollo ulterior del régimen burocrático en la URSS, que resultara en el colapso de la dictadura proletaria, llevaría a la “detención del crecimiento económico y cultural, a una terrible crisis social y al hundimiento de toda la sociedad” (“La naturaleza de clase del estado soviético”). Ya hemos visto cómo esto es precisamente lo que ocurrió en Europa Oriental y en la Unión Soviética. En China, sin embargo, vemos todo lo contrario. En la década de 1990 se produjo el desarrollo de las fuerzas productivas más asombroso de la historia, una reducción de la pobreza sin parangón y una mejora general de los indicadores socioeconómicos.

Esto no quiere decir que la liberalización del mercado en China fue llevada a cabo de acuerdo con los intereses de la clase obrera. Además de las horribles condiciones de trabajo en las nuevas empresas capitalistas y las empresas extranjeras, enormes capas de la clase obrera sufrieron terriblemente debido a las privatizaciones y las reformas de mercado. Pero considerada en su conjunto, la economía china simplemente no sufrió el mismo tipo de conmoción destructiva experimentada en los países que tuvieron una contrarrevolución. El proceso de reforma tuvo consecuencias dramáticas, pero se hizo de forma gradual y de manera que se mantuviera la estructura general de la sociedad.

De hecho, el objetivo de la “reforma y apertura” no era restaurar el capitalismo, sino crear las condiciones económicas para que el PCCh evitara el destino de otros regímenes estalinistas. Vale la pena citar a Deng Xiaoping durante su Inspección por el Sur en 1992, —que muchos consideran el punto de inflexión para la restauración capitalista— para ver cómo la propia burocracia presentó esta transformación:

“En cuanto a la construcción de zonas económicas especiales, algunas personas se mostraron en desacuerdo con la idea desde el principio, preguntándose si no significaría introducir el capitalismo. Los logros en la construcción de Shenzhen han dado a estas personas una respuesta definitiva: las zonas económicas especiales son socialistas, no capitalistas. En el caso de Shenzhen, el sector de propiedad pública es el pilar de la economía, mientras que el sector de inversión extranjera sólo representa una cuarta parte... No hay por qué tenerles miedo. Mientras mantengamos la cabeza fría, no hay motivo de alarma. Tenemos nuestras ventajas: las grandes y las medianas empresas estatales y las empresas rurales. Y lo que es más importante, el poder político está en nuestras manos”.

—“Fragmentos de pláticas en Wuchang, Shenzhen, Zhuhai y Shanghai” (18 de enero-21 de febrero de 1992)

La cuestión no es hasta qué punto Deng estaba siendo sincero sobre su compromiso con el socialismo. Más bien, estas palabras son significativas porque muestran un claro deseo de continuidad. No son las palabras de un Boris Yeltsin empeñado en construir un nuevo régimen social, sino las de un reformista estalinista de derecha (como Bujarin o Gorbachev).

Pero, ¿y las desigualdades en China? ¿No estallaron igual que en Rusia y en otros antiguos estados obreros? En efecto, las desigualdades son monstruosas, lo que demuestra el carácter reaccionario de las políticas del PCCh. Sin embargo, sólo tenemos que mirar a las millones de personas que murieron de hambre bajo Mao para ver que esto no es nada nuevo. Una vez más, es importante mirar más allá de las simples estadísticas.

En Rusia, las desigualdades estallaron y surgieron multimillonarios en un contexto de declive social general. En China, este proceso se produjo en un contexto de progreso social general. En el primer caso, tenemos una sociedad en descomposición saqueada por el capital extranjero y los oligarcas. En el otro, tenemos a capitalistas y burócratas que se llevan una parte desproporcionada de una sociedad en rápido desarrollo. En ambos casos, el coeficiente de Gini aumenta, pero esto ocurre a través de procesos sociales fundamentalmente diferentes: por un lado, la contrarrevolución; por el otro, el alto crecimiento basado en la fusión del capital extranjero con el control económico del estado.

4) Proyectando al revés la película del reformismo

De frente al hecho obvio de que el estado y el régimen chinos han permanecido esencialmente intactos, los diversos partidarios de que China es capitalista se ven obligados ya sea a hacer caso omiso de esta cuestión o a justificarla teóricamente. Veamos dos ejemplos que al menos intentan resolver el problema.

La tradición de Militante

La tendencia Militante era conocida por argumentar que el socialismo puede alcanzarse con una mayoría parlamentaria de socialistas que tomen pacíficamente el control del estado capitalista. No es una coincidencia que sus diversos descendientes se encuentren entre los defensores más acérrimos de la opinión de que China es capitalista.

En el periodo previo al colapso del estalinismo en Europa Oriental, el Comité por una Internacional de los Trabajadores (CIT), basándose en las teorías de Ted Grant, extendió su programa reformista a los estados obreros deformados. Un documento de 1992 del Comité Ejecutivo Internacional del CIT sostenía que este periodo vio la aparición de “peculiares estados híbridos, en los que gobiernos contrarrevolucionarios en vías de establecer el capitalismo descansaban sobre las bases económicas heredadas del estado obrero” y que “en tales condiciones no siempre es posible aplicar una categoría social fija: estado capitalista o estado obrero” (“El colapso del estalinismo”). Sale la “inconciliabilidad de las contradicciones de clase” de Lenin y entran los porosos “estados híbridos”.

El resultado concreto de esta teoría revisionista fue que el CIT tomó parte activa en las barricadas que levantó Yeltsin para derribar a la URSS. Al negar que una contrarrevolución era necesaria, acabaron participando en ella. Después de todo, si Rusia ya no era un estado obrero desde antes de 1991, entonces no había nada que defender. La catastrófica consecuencia de la destrucción de la Unión Soviética muestra claramente la absoluta bancarrota de este punto de vista y la traición histórica que representó.

En lugar de aprender de este fracaso, el CIT y sus descendientes han extendido la misma metodología a la China actual. En el folleto Is China Capitalist? (¿Es China capitalista?, mayo de 2000), Laurence Coates utiliza la noción de “estado híbrido” para argumentar que China hizo gradualmente la transición hacia el capitalismo:

“China fue un híbrido desde finales de la década de 1980 hasta 1991-1992. La transformación de un sistema a otro no se había completado: era un periodo en el que eran posibles dos caminos o perspectivas. Esto ya no es así. El factor principal fueron los acontecimientos internacionales —el colapso de la Unión Soviética y la aceleración del ritmo de la globalización—, aunque el aplastamiento del movimiento en la Plaza de Tiananmen y el efecto que esto tuvo en la conciencia fueron un punto de inflexión decisivo”.

Como ya hemos visto, el resultado de Tiananmen fue la continuidad política, no la ruptura. En cuanto al contexto internacional, es de suma importancia. Pero la naturaleza de un estado no cambia por algo que haya ocurrido en otro país. El destino de la Guerra Civil Rusa estuvo determinado en gran parte por los acontecimientos internacionales, pero la naturaleza del estado había cambiado cuando los bolcheviques tomaron el poder. Son precisamente estos puntos de inflexión decisivos los que Coates borra. En lugar de que el estado sea la prueba de que hay intereses de clase irreconciliables, nos encontramos con una escala móvil de formas de estado que podrían pasar gradualmente de una etapa a otra dejando intactos todo el régimen y la estructura del estado y sin un choque decisivo de intereses de clase. Esto no es más que el viejo reformismo parlamentario de Militante aplicado a China.

Corriente Comunista Revolucionaria Internacional

Proveniente de una tradición política muy diferente, la CCRI al menos presta cierta atención a la cuestión del poder político. Según ellos, una contrarrevolución capitalista tiene lugar “cuando un gobierno obrero burocrático estalinista es remplazado por un gobierno burgués restauracionista o se transforma en uno” que está “firmemente resuelto, tanto en palabras como en los hechos, a restablecer un modo de producción capitalista” (Cuba’s Revolution Sold Out? [¿Se liquidó la Revolución Cubana?], 2013).

Ya hemos visto cómo en ningún momento ni Xi ni Deng “resolvieron firmemente” restablecer el capitalismo. Pero más importante es la afirmación de la CCRI de que un “gobierno obrero burocrático estalinista” puede transformarse en un “gobierno restauracionista burgués”. ¿Cómo es esto posible? Para la CCRI, es porque creen que los instrumentos de represión estatal en los estados obreros deformados son, en efecto, ya burgueses. Argumentan:

“Aunque Trotsky no lo formuló explícitamente, está claro por sus escritos que esperaba que la revolución de la clase obrera contra la burocracia estalinista fuera mucho más violenta que una posible restauración capitalista que derrocara las relaciones de propiedad proletarias. La razón es que la máquina estatal ‘burocrático-burguesa’ (es decir, la policía, el ejército permanente, la burocracia) no es un instrumento proletario, sino de la burocracia estalinista pequeñoburguesa que está mucho más cerca de la burguesía que de la clase obrera” [nuestro énfasis].

Aunque es correcto que la burocracia estalinista tiene un carácter pequeñoburgués, es absolutamente erróneo decir que la máquina estatal que comanda “no es un instrumento proletario”. Este punto de vista revisionista equivale a rechazar la definición misma de un estado obrero. En El estado y la revolución, Lenin explicó:

“Como todos los grandes pensadores revolucionarios, Engels se esfuerza por centrar la atención de los obreros conscientes precisamente en lo que el filisteísmo dominante considera menos digno de atención, más habitual, santificado por prejuicios no ya sólidos, sino, digámoslo así, petrificados. El ejército permanente y la policía son los instrumentos principales de la fuerza del poder estatal” [nuestro énfasis].

Los “instrumentos principales de la fuerza del poder estatal” de la dictadura del proletariado en China son “el ejército permanente y la policía”, como lo son para cualquier otra dictadura de clase: esclavista, feudal o capitalista. En un estado obrero burocráticamente deformado, estos “destacamentos especiales de hombres armados” son blandidos por la burocracia contra los intereses políticos de la clase obrera, pero siguen siendo órganos de un estado obrero.

En China, el EPL ha sido utilizado para reprimir la disidencia de izquierda desde el final de la Guerra Civil, un hecho gráficamente demostrado en 1989. Sin embargo, el EPL destruyó el estado capitalista chino e instauró la dictadura del proletariado. ¿Seguía siendo el EPL un órgano pequeñoburgués? ¿Era la RPCh un estado pequeñoburgués? No, desde 1949 el EPL ha sido el órgano clave del poder proletario contra la contrarrevolución interna y externa. Es gracias al EPL que la burguesía china en Taiwán nunca ha podido cruzar a la China continental.

Como explicó Trotsky, la relación entre la burocracia y el estado en un estado obrero deformado es análoga a la que existe entre los burócratas pro capitalistas y un sindicato. Aunque los burócratas pueden utilizar el aparato sindical para reprimir el descontento de las bases y están “más cerca de la burguesía que de la clase obrera”, el sindicato en sí sigue siendo una institución de la clase obrera cuya existencia misma es un baluarte contra los patrones. Para que un burócrata sindical se convierta plenamente en un representante sin contradicciones de los capitalistas, debe romper con el sindicato. Del mismo modo, un gobierno estalinista no puede convertirse en un “gobierno capitalista” sin romper el vínculo con los órganos estatales de la revolución.

Es precisamente este vínculo el que se rompió en la URSS en 1991. Yeltsin destruyó el estado obrero y al hacerlo destruyó la fuente del poder de la burocracia —y a la propia burocracia como casta dirigente—. En China, la burocracia ha evitado conscientemente este camino y se ha mantenido como un grupo unificado que mantiene un firme control sobre los órganos de represión estatal. El objetivo de la “teoría” del estado de la CCRI es borrar la distinción cualitativa entre los dos ejemplos. Según ellos, se puede pasar sin problemas de una dictadura de clase a otra —con la burocracia estalinista intacta— porque la policía y el ejército siempre fueron, en el mejor de los casos, órganos de la pequeña burguesía. Esto es un rechazo no sólo del trotskismo sino también del leninismo básico sobre la cuestión del estado.

Siguiendo la lógica de su teoría, la CCRI no sólo declara que China y Vietnam son capitalistas, ¡sino incluso países como Cuba y Corea del Norte! Al remover la necesidad de la contrarrevolución, descubren el capitalismo en todas partes, incluso en países cuyas economías y regímenes se basan obviamente en modelos estalinistas típicos.

5) ¿Quién gobierna China?

Sin duda, la reafirmación de los principios marxistas básicos sobre el estado no convencerá a nuestros críticos. Responderán que tales puntos teóricos están en contradicción con los hechos. Al fin y al cabo, China tiene 814 multimillonarios y muchas de las más grandes empresas capitalistas del mundo, e incluso sus empresas de propiedad estatal funcionan según los principios del mercado.

No cabe duda de que esos son datos importantes, pero para interpretarlos adecuadamente deben situarse dentro de una comprensión correcta de las leyes históricas que guían el desarrollo de China. Los seres humanos han dominado la ciencia del vuelo; esto no invalida las leyes de la gravedad. De hecho, sólo comprendiendo dichas leyes es posible explicar cómo puede despegar un avión. China es un estado obrero deformado que tiene capitalistas. Se trata de un desarrollo muy contradictorio, pero esto no invalida la teoría marxista del estado. Al contrario, sólo con la teoría marxista podemos dar sentido adecuadamente a la evidencia empírica y responder a la pregunta de quién gobierna realmente China.

Ya hemos visto el valor de las teorías que postulan el cambio gradual del carácter de clase de China. Pero la mayoría de los que piensan que China es capitalista simplemente ignoran el problema teórico y basan su análisis en una interpretación impresionista de hechos empíricos. Por ejemplo, en una polémica reciente contra dos defensores del socialismo del PCCh, la Internacional Comunista Revolucionaria afirma:

“Está muy claro que el estado no ‘domina’ la economía, aunque desempeña un papel más influyente que en las economías de sus competidores occidentales. Pero la cuestión aquí es que, incluso si los bancos son ‘principalmente responsables ante el gobierno y no ante los accionistas privados’, tanto los bancos como el gobierno son impotentes ante los dictados de la necesidad del mercado. Los mercados no ‘sirven al socialismo’”.

—Daniel Morley, “‘Is the East Still Red?’ Answering Those That Deny China Is Capitalist” (“¿Todavía es rojo el Oriente?” Una respuesta a quienes niegan que China sea capitalista), 7 de junio

Para apoyar esta posición, la Internacional Comunista Revolucionaria señala el hecho de que las medidas económicas adoptadas por el PCCh tras la crisis financiera mundial de 2008 fomentaron desequilibrios a largo plazo en la economía china. Esto es cierto, pero aunque demuestre que las políticas del PCCh son equivocadas, no prueba que el PCCh sea gobernado por el mercado y haya “perdido el control de la economía y de sus propias empresas estatales”. De hecho, 2008 demuestra todo lo contrario. En The Party (El partido, 2012), Richard McGregor explica:

“El poder del Partido se puso de manifiesto a finales de 2008 y principios de 2009... El banco central, el organismo regulador bancario e incluso los propios bancos aconsejaron cautela a la hora de formular una respuesta a la crisis. Los tres habían luchado duro para construir un sistema bancario comercial confiable durante la década anterior. Sin embargo, el Politburó, enfrentado al abismo de una fuerte desaceleración, emitió un edicto desde las alturas para que se bombeara dinero. Una vez hecho esto, los bancos no tuvieron más remedio que obedecer inmediatamente... Sólo el 15 por ciento [de los préstamos] se destinó a los consumidores domésticos y a las empresas privadas, comparado con un máximo de un tercio en 2007. La mayoría se destinó a empresas estatales”.

El autor procede a explicar que los bancos en China se comportaron de manera completamente diferente a los de Occidente, donde, a pesar de que los gobiernos controlaban efectivamente los bancos en este periodo, no tenían medios para obligarles a prestar dinero. Fundamentalmente, la crisis financiera demostró que los dos regímenes sociales respondieron de forma distinta. En el Occidente capitalista, donde domina el mercado, el estado intervino para salvar al sistema financiero de la ruina y garantizar la rentabilidad y la estabilidad. En China, donde el PCCh controla la economía, el estado intervino para garantizar la estabilidad del régimen. En el proceso, actuó en contra de los principios de rentabilidad que los bancos habían tomado una década en establecer.

La ICR no aborda este tema. Observa la existencia de una burbuja especulativa tras 2008 y concluye que China es capitalista y que el PCCh ha “perdido el control”. Pero, de nuevo, analicemos la cuestión más de cerca. ¿Cómo ha reaccionado el PCCh ante esta burbuja especulativa? En 2020, introdujo la regulación de las “tres líneas rojas”, cuyo objetivo específico era reventar la burbuja inmobiliaria. Esto provocó la quiebra del gigante inmobiliario Evergrande y que todo el sector entrara en depresión. Las consecuencias económicas y sociales de las medidas del PCCh fueron devastadoras, sobre todo para los ciudadanos chinos que nunca recibirán los departamentos por los que pagaron. El ejemplo muestra al PCCh zigzagueando de un extremo a otro a la típica usanza estalinista. Pero ciertamente no demuestra que el PCCh sea impotente ante el mercado.

Una vez más, estas acciones muestran la diferencia entre el PCCh y el gobierno estadounidense. En el primer caso, el propio estado reventó la burbuja especulativa para evitar una crisis aguda que pudiera conducir a la inestabilidad política. En el caso estadounidense, el gobierno hizo todo lo posible para mantener la burbuja inmobiliaria el mayor tiempo posible, y hoy está haciendo lo mismo con el mercado de valores. Todos estos son hechos. Pero sin entender que cada estado actúa según leyes fundamentalmente diferentes, no es posible interpretarlos correctamente.

Parte de la dificultad para entender la economía china estriba en que el PCCh se esforzó durante décadas por darle la apariencia externa de una economía de mercado con el fin de atraer la inversión extranjera y disciplinar a su propia mano de obra. Privatizó parcialmente las empresas estatales, las dotó de juntas directivas “independientes”, dejó que capitalistas privados desarrollaran empresas multimillonarias, etc. Pero detrás de esta liberalización, el PCCh mantuvo un férreo control sobre las empresas públicas y privadas. A la luz de esto, es engañoso centrarse únicamente en si una empresa es formalmente privada o pública. Lo fundamental es que todas ellas deben ajustarse a los requisitos políticos del PCCh. Este control político está garantizado por instituciones como el Departamento de Organización Central (DOC), que designa directamente al titular de prácticamente todos los cargos importantes del país. McGregor hace la siguiente comparación:

“Un departamento similar en EE.UU. supervisaría el nombramiento de todo el gabinete estadounidense, los gobernadores de los estados y sus adjuntos, los alcaldes de las principales ciudades, los jefes de todos los organismos reguladores federales, los directores ejecutivos de GE, ExxonMobil, Wal-Mart y unas cincuenta de las mayores empresas estadounidenses restantes, los jueces de la Suprema Corte, los directores del New York Times, el Wall Street Journal y el Washington Post, los jefes de las cadenas de televisión y canales de cable, los presidentes de Yale y Harvard y otras grandes universidades, y los directores de think-tanks como la Brookings Institution y la Heritage Foundation”.

El control del PCCh no está dictado por el afán de lucro. De hecho, choca directamente con sus normas más básicas. Por ejemplo, en 2004 el DOC decidió sin previo aviso intercambiar a los ejecutivos de las tres mayores empresas de telecomunicaciones de China, que competían entre sí y debían seguir las reglas de los mercados de valores occidentales. La rotación de altos ejecutivos entre empresas rivales contraviene las leyes más básicas de la competencia capitalista. Es como si el gobierno estadounidense decidiera poner a Zuckerberg al frente de Tesla y a Musk a cargo de Meta. El PCCh lo hizo para frenar las guerras de precios y reafirmar su autoridad. ¿En qué país capitalista ocurre algo así? ¿Es el mercado realmente el que está dictando los términos al estado?

A pesar de todos los datos estadísticos que puedan producirse para mostrar la prevalencia de las relaciones capitalistas en China, el hecho básico es que la clase capitalista no ostenta el poder estatal. El PCCh lleva la voz cantante. El enorme crecimiento de las relaciones capitalistas en China es producto de que el PCCh ha trabajado en alianza con los capitalistas durante las últimas décadas. Sin embargo, esto no significa que los intereses del PCCh sean los mismos que los de la clase capitalista o que sus políticas estén guiadas principalmente por los intereses capitalistas. Todo lo contrario. La burocracia del Partido Comunista sigue ocupando una posición intermedia, navegando entre las presiones del capital (extranjero y nacional) y la clase obrera. Como tal, debe manejar el aparato estatal contra ambos polos para mantener su posición.

6) Bonapartismo

El argumento estándar es que cualquiera que sea la coerción que el PCCh ejerce sobre los capitalistas en China, esto no es diferente de la de cualquier otro régimen bonapartista. En 2017, el príncipe heredero Mohammed bin Salman (MBS) de Arabia Saudita secuestró a cientos de capitalistas sauditas (en su mayoría parientes suyos) y los extorsionó por miles de millones. En 2003, el presidente ruso Putin dispuso que su rival Mijaíl Jodorkovski, entonces el hombre más rico de Rusia, fuera encarcelado en Siberia por fraude y malversación. ¿En qué se diferencian estos casos de la desaparición regular de capitalistas a manos del PCCh, o de algunos de los ejemplos citados anteriormente? Para entender en qué se diferencian, es necesario examinar específicamente cada régimen y su relación con la clase capitalista nacional.

Arabia Saudita es una monarquía absoluta, que desde la Segunda Guerra Mundial ha dependido de su alianza militar con EE.UU. para mantenerse como bastión de la reacción en el Medio Oriente. En Arabia Saudita, la familia real es básicamente también la clase capitalista. El famoso incidente de 2017 fue una disputa dinástica digna de la Edad Media adaptada al mundo moderno. El propósito de MBS de extorsionar a su propia familia era principalmente reafirmar su reivindicación dinástica, una función “normal” derivada de la naturaleza feudal de la clase capitalista saudita. En Rusia, Putin ascendió al poder en el contexto de luchas anárquicas y violentas entre oligarcas mafiosos. El carácter bonapartista de su gobierno reflejaba la necesidad de un árbitro que pudiera frenar las tensiones en la Rusia posterior a la contrarrevolución. En este contexto, tuvo que imponer su autoridad sobre algunos oligarcas recalcitrantes.

En ambos casos, las medidas bonapartistas de represión sirvieron para mantener la estabilidad de los regímenes capitalistas. En China, el carácter bonapartista del régimen es muy diferente. Después de 1949, el poder del PCCh se basó en el control burocrático de un estado obrero que aplastó a la clase capitalista. Opuesto a un programa revolucionario internacionalista, se encontró constantemente restringido por el carácter atrasado de la economía, por las demandas económicas y políticas de la clase obrera y el campesinado, y por la presión hostil del imperialismo mundial. Con el derrumbe del estalinismo por todas partes en los años 90, el PCCh optó por inclinarse más enérgicamente en la dirección del viento, hacia los capitalistas. Los contextos mundial y nacional cambiaron, pero no el régimen mismo.

La naturaleza bonapartista del PCCh sigue derivándose fundamentalmente de las mismas fuerzas de clase. A diferencia de Arabia Saudita y Rusia, la clase capitalista en China no es la base del régimen, sino un rival. Esto es cierto aunque muchos capitalistas estén en el PCCh o sean parientes de altos burócratas. Los antagonismos de clase no pueden superarse mediante el matrimonio y los títulos, una lección que aprendió por las malas la aristocracia francesa.

A pesar del carácter bonapartista de sus regímenes, ni MBS, ni Putin, ni Xi pueden trascender los intereses sociales sobre los que descansa su poder: dinásticos para la monarquía saudita, oligárquicos para Putin y burocráticos para Xi. En el caso de los dos primeros, el poder de los estratos dirigentes descansa en la clase capitalista. Atacar los intereses fundamentales de los capitalistas sería contrario a la naturaleza misma del régimen. No es el caso del PCCh. Bajo suficiente presión externa e interna, podría expropiar a la clase capitalista. Por supuesto, esto crearía gran turbulencia, y eso no es lo que quiere el PCCh. Pero no olvidemos que ya lo ha hecho previamente, y que antes de 1949 Mao tampoco quería liquidar a los capitalistas.

La diferente base de clase de estos tres regímenes se puede ver aún más claramente al observar la actitud de los capitalistas hacia ellos. A pesar de la tiranía de MBS, los millonarios y multimillonarios acuden a Arabia Saudita como polillas a la luz. En Rusia, el estallido de la guerra en Ucrania y las sanciones occidentales provocaron la salida de un número significativo de ricos. Sin embargo, en su conjunto, los oligarcas se han agrupado en torno al régimen. Desde 2022, los multimillonarios han repatriado a Rusia al menos 50 mil millones de dólares en activos extranjeros. Esto se debe a que el régimen es un pilar de apoyo fiable frente a la hostilidad de Occidente.

En China, vemos exactamente lo contrario. Los capitalistas temen más al régimen que a Occidente, adonde emigran en masa cuando tienen la oportunidad. Cada año, China encabeza la lista de países que los capitalistas abandonan, a pesar de que el régimen limita estrictamente dicha emigración. Según la consultora Henley & Partners, el número de personas de alto patrimonio neto que abandonan China ha aumentado cada año desde el final de la pandemia, alcanzando la cifra récord de 15 mil 200 en lo que va de 2024. En Mao and Markets (Mao y los mercados, 2022), Christopher Marquis y Kunyuan Qiao afirman que “más de una cuarta parte de los empresarios chinos han abandonado el país desde que se hicieron ricos, y los informes sugieren que casi la mitad de los que quedan están pensando en hacerlo”. ¿Por qué ocurriría esto si el PCCh estuviera fundamentalmente comprometido con la defensa de los intereses de los capitalistas en China? ¿Por qué los capitalistas de otras dictaduras no temen así a su gobierno?

7) Derechos de propiedad

El argumento definitivo utilizado por los “trotskistas” que consideran a China capitalista es que la burocracia se ha transformado en una clase capitalista. Sacando citas de La revolución traicionada (1936), señalan triunfalmente la afirmación de Trotsky de que:

“Los privilegios que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su valor; y el derecho de testar es inseparable del derecho de propiedad. No basta ser director del trust, hay que ser accionista. La victoria de la burocracia en ese sector decisivo crearía una nueva clase poseedora”.

Dado que los funcionarios del PCCh y sus parientes poseen acciones, nuestros críticos concluyen que la burocracia se ha transformado en una clase capitalista. Aunque esto pueda parecer cierto al nivel superficial, el significado real de estos derechos de propiedad no es tan sencillo.

La constitución enmendada de la RPCh establece que “la propiedad privada legal de los ciudadanos es inviolable” y que “el Estado, de conformidad con la ley, protege los derechos de los ciudadanos a la propiedad privada y a su herencia”. Esto, sin embargo, no da por concluido el asunto. En una carta del 1º de enero de 1936, Trotsky hablaba de la importancia de distinguir entre “las formas de propiedad reales de las supuestas, es decir, de las ficciones jurídicas”. A pesar del respeto formal a la propiedad privada, como ocurre con todo en China, la cuestión se vuelve más turbia si se examina más a fondo.

Para empezar, la constitución también establece que “el Estado defiende la uniformidad y la dignidad del sistema jurídico socialista”. Cómo es esto compatible con la defensa de la propiedad privada se lo dejaremos a los eruditos estalinistas. Pero igualmente llamativas para cualquier capitalista que se precie son afirmaciones como “la propiedad pública socialista es sagrada e inviolable”, así como la imposibilidad de que los particulares posean tierras en la ciudad o el campo. Si esto es capitalismo, es ciertamente un capitalismo muy inusual.

Pero sigamos la admonición de Trotsky y vayamos más allá de los textos legales formales. Un criterio básico de los derechos de propiedad privada es la capacidad de disponer libremente de la propiedad que uno posee. Ésa es la razón de ser de la propiedad privada. La pregunta es: ¿controlan los capitalistas chinos sus bienes? Sí... pero sólo si los utilizan de un modo que corresponda con los deseos del PCCh.

Los capitalistas individuales poseen acciones de empresas, incluidas las estatales, pero no tienen el control definitivo de sus negocios. Ya hemos visto cómo el PCCh supervisa en realidad el nombramiento de los altos directivos. Pero el control del partido va más allá. Hay innumerables ejemplos de la intervención directa o indirecta del PCCh para dejar claro que la propiedad que supuestamente es privada, en realidad no lo es tanto. Por ejemplo, China copió de Occidente el recompensar a los altos directivos de las empresas de propiedad estatal con opciones sobre acciones. Pero cuando estos directivos han decidido vender estas acciones, se les ha hecho entender que no debían hacerlo. Eran propietarios de la empresa de la misma manera que se puede ser propietario de un trocito de la selva tropical: se puede colgar el certificado en la pared, y eso es todo.

El ejemplo más famoso es, por supuesto, la paralización por parte del PCCh de la oferta pública de Ant Group después de que su propietario, Jack Ma, criticara al partido. La matriz de Ant perdió miles de millones y Ma desapareció de la escena pública durante años. Tras el escándalo, el conglomerado pasó por una “reestructuración” en la que el control de Ma pasó del 53.46 por ciento a sólo el 6.2 por ciento. Seguramente sus abogados olvidaron insistir en que la propiedad privada es inviolable en China.

Estos cambios repentinos en las relaciones de propiedad no son exclusivos de este caso. En 2004, los ejecutivos de Haier intentaron aumentar su participación en la empresa. Después de que esto creara un escándalo, el gobierno decidió sin previo aviso que Haier ya no era privada, sino propiedad del estado. Fue nacionalizada en un santiamén y luego, tras años de polémica, volvió a ser una empresa privada con la misma brusquedad.

La naturaleza “flexible” de la propiedad privada china se ve más claramente en tiempos de crisis. Durante la pandemia de Covid, el PCCh fue capaz de movilizar recursos de una manera y a una escala muy superiores a las de cualquier país capitalista. La pandemia golpeó en todas partes, y los gobiernos reaccionaron en todo tipo de formas. Pero los países capitalistas, por duras que fueran sus medidas, estaban limitados por la naturaleza privada de la propiedad. Sólo podían orientar la producción de bienes y servicios de forma muy limitada. En cambio, China pudo movilizar a toda la sociedad para alcanzar los objetivos decididos por el gobierno. No fue el simple carácter autoritario del gobierno chino lo que permitió tal movilización de recursos —todos los gobiernos fueron autoritarios durante la pandemia—, sino su capacidad de hacer caso omiso de los intereses capitalistas privados y funcionar de acuerdo con un plan.

Sin duda, la situación actual en China no es como la de la Unión Soviética. Definitivamente existe una clase capitalista que posee propiedad privada. Sin embargo, la realidad de esta propiedad privada es muy contradictoria. Los capitalistas como clase aún no han asegurado plenamente sus reivindicaciones. No tienen pleno control económico ni político porque las fuerzas armadas del país no son leales a ellos sino a la burocracia del PCCh. Para que la clase capitalista establezca su dictadura en China, tiene que cambiar esta realidad: tiene que poner fin al poder del PCCh.

8) ¿Contrarrevolución o revolución política?

¿Cómo sería una contrarrevolución en China? Los ejemplos de la URSS y Yugoslavia nos dan una idea. La guerra civil sería una posibilidad clara. En general, los capitalistas tendrían un control irrestricto de la economía. Las empresas estatales serían privatizadas en mayor medida. El gobierno perdería el control del sector bancario. Se liberalizarían los flujos de capital, lo que haría al mercado chino mucho más dependiente de las finanzas imperialistas. Sin duda, millones de personas perderían su empleo por los planes de reestructuración. Esta vez, no sería en medio de una economía en rápido desarrollo, sino en un contexto de desintegración social. También es muy posible que China y Taiwán se reunifiquen sobre una base capitalista reaccionaria, el objetivo estratégico del Guomindang. No hay ninguna base para pensar que cualquiera de estos acontecimientos conduciría a una mejora de los derechos democráticos o de las libertades civiles.

El impacto internacional de una contrarrevolución en China sería igualmente desastroso. Al igual que con el colapso de la Unión Soviética, la desaparición de la RPCh reforzaría la posición de Estados Unidos y sus aliados, permitiéndoles una vez más desplegar su poderío por todo el mundo de forma desenfrenada. Además, la destrucción masiva de fuerzas productivas que se produciría en una restauración capitalista haría descender los niveles de vida en todo el planeta.

Al negar que haya algo que defender en la China actual, los supuestos marxistas que afirman que China es capitalista trabajan activamente por estos resultados desastrosos. Al hacerlo, se dirigen al mismo camino de traición seguido por la mayor parte de la izquierda en las décadas de 1980 y 1990. De Polonia a la RDA y la URSS, la izquierda vitoreó la contrarrevolución. Hoy, no han aprendido nada y hacen lo mismo con China, apoyando explícitamente movimientos pro imperialistas como las protestas democráticas de Hong Kong. En lugar de hacer que los disidentes chinos rompan con las ilusiones democráticas liberales y formarlos como revolucionarios comunistas, estos grupos refuerzan las corrientes contrarrevolucionarias de la sociedad china.

Afortunadamente, el destino de la RPCh aún no está sellado. El factor decisivo serán las acciones de la clase obrera china, la más poderosa del mundo. Pero para derrotar a la contrarrevolución, debe tomar conciencia de sus tareas políticas. En primer lugar, esto significa comprender que las conquistas de la Revolución de 1949 sólo pueden asegurarse mediante el derrocamiento revolucionario del PCCh. Ésta será una revolución política. A diferencia de una revolución en un país capitalista, no es necesario romper completamente el aparato del estado, sino purgarlo de arriba a abajo y ponerlo bajo el control político de la clase obrera.

Dado el grado de degeneración de la RPCh y la amplia influencia del capitalismo, una revolución política sería una transformación radical y convulsiva. Una tarea central será la expropiación de la industria capitalista. Sin duda, los capitalistas se resistirán. Sin embargo, se verán obstaculizados por el hecho de que el estado no está bajo su control.

Lo que demostraron los sucesos de Tiananmen es que, bajo el impulso del proletariado, el propio aparato estatal empezó a tambalearse, con batallones enteros del EPL, incluyendo sus altos mandos, rechazando órdenes. Ante un fuerte conflicto social, la burocracia estalinista queda suspendida en el aire y comienza a desintegrarse. Los diversos ejemplos de revoluciones políticas, ya sea en China, en la RDA o en Hungría, demuestran que un levantamiento de la clase obrera en un estado obrero deformado tiene la posibilidad real de poner de su lado al grueso del aparato estatal. Este resultado en China convertiría la expropiación de los capitalistas en un simple asunto administrativo. Semejante fractura del estado es imposible en cualquier país capitalista y es un factor distintivo clave entre una revolución política y una revolución social.

Conclusión

Hemos demostrado que China no es ni capitalista ni imperialista. Dicho esto, se mire como se mire, es evidente que estamos ante un fenómeno muy singular. Combinando control estatal y capitalismo, China ha sido capaz de desarrollarse a una velocidad y una escala sin parangón en la historia de la humanidad. Los ideólogos burgueses lo interpretan como un triunfo del sistema mundial estadounidense de capitalismo de libre comercio. Los partidarios del PCCh lo interpretan como el triunfo del “socialismo con características chinas”. En cuanto a los “marxistas” que piensan que China es un país capitalista-imperialista, pueden minimizar o negar los increíbles logros de la RPCh, pero no pueden explicarlos.

Para analizar a China como marxistas, es necesario partir de las muy inusuales condiciones que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y el final de la Guerra Fría. Lenin y Trotsky no se enfrentaron a una situación en la que los principales imperialistas estuvieran unidos debido al abrumador dominio de una potencia. Menos aún se encontraban en un mundo en el que sólo hubiera una superpotencia. No basta con citar a Lenin y Trotsky; es necesario extender su análisis y su programa a realidades tan singulares. En el fondo, es la originalidad del mundo postsoviético lo que explica la originalidad de la situación mundial actual y del desarrollo de China.

El desarrollo masivo de China no es el triunfo ni del imperialismo ni del estalinismo, sino el producto de condiciones específicas y únicas. El aplastamiento del movimiento de Tiananmen en 1989 cerró durante un tiempo la puerta a la revolución política y a la contrarrevolución. Por lo tanto, China emergió intacta a principios de los 90 como un estado obrero que se enfrentaba a un contexto internacional relativamente benigno.

A primera vista, el PCCh parece haber salido airoso de su pacto con el diablo. Pero el alto crecimiento y la coexistencia con el capitalismo sólo fueron posibles porque las presiones externas sobre el régimen estaban en su punto más bajo. A medida que cambia el contexto internacional y Estados Unidos se enfrenta a China, el crecimiento se estanca y aumentan las tensiones internas. A pesar de los mejores esfuerzos del PCCh por borrar la lucha de clases, el inexorable conflicto entre obreros y capitalistas estallará una vez más en el primer plano de la escena política. Entonces veremos hasta qué punto el estalinismo chino ha podrido al estado obrero.

Si la RPCh puede salvarse o no de la contrarrevolución lo decidirá la dirección política que se ponga a la cabeza de la clase obrera. Si se permite que las fuerzas pro capitalistas tomen la dirección, la RPCh está condenada. Si se concilia con el estalinismo, cualquiera que sea su forma, la RPCh también está condenada. El único camino hacia la victoria es el de la IV Internacional: oponerse implacablemente al imperialismo, defender las conquistas sociales de la revolución, derrocar a la burocracia estalinista y forjar una alianza obrera internacional para la revolución socialista. Así como el desarrollo singular de China fue producto de la lucha de clases internacional, así también su destino dependerá de la unión con los trabajadores del mundo. Ésta es la tarea que tenemos ante nosotros.