https://iclfi.org/spartacist/es/44/tuercas
Introducción
El siguiente memorándum, redactado por Vincent David, fue adoptado en abril por el pleno del Comité Ejecutivo Internacional de la LCI.
La reelección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos desató un cataclismo político, y sus primeros meses en el puesto han confirmado que estamos ante un periodo de profundos cambios globales. Sin embargo, la velocidad de estos sucesos sólo se compara con el grado de confusión en la izquierda y de los comentaristas políticos en general. Por un lado, algunos están comenzando a entender cosas que antes no podían. Tanto entre liberales como socialistas se ha vuelto común hablar ahora de la crisis y el fracaso del liberalismo. Por otro lado, el pánico y la histeria están desatados. Muchos reaccionaron al discurso de J.D. Vance a la Conferencia de Seguridad de Múnich declarando que EE.UU. había abandonado a Europa o que esto era “el fin de Occidente”. Algunos creen que Trump está capitulando a Rusia y/o que es un fascista que se está juntando con otros de su calaña. Otros creen que simplemente está loco. Y, en el otro lado del espectro, tenemos a quienes imaginan a Trump y Elon Musk como mentes maestras de la política que depurarán el estado profundo y llevarán al capitalismo estadounidense a una edad de oro.
Para encontrarle sentido a todo esto, debemos hacer a un lado el frenesí liberal y observar la verdadera tendencia detrás de los acontecimientos diarios. Estados Unidos no está a punto de abandonar a Europa, donde tiene enormes intereses económicos y más de cien mil soldados. Tampoco es que Trump esté capitulando a Putin. Simplemente está alineando la política estadounidense con la realidad del campo de batalla en Ucrania para poner su atención en otro lado. Y, obviamente, no es el fin de Occidente. Es el Occidente liberal el que está en su lecho de muerte.
La tendencia a largo plazo que define los cambios del mundo es el relativo declive de EE.UU. Por 80 años, Estados Unidos ha sido la potencia hegemónica del mundo capitalista, y de todo el planeta tras la caída de la URSS. Pero la supremacía estadounidense contenía el germen de su propio declive. La otrora poderosa industria estadounidense fue relocalizada en gran medida al Sur Global. El ejército estadounidense está sobreextendido. Y otros países han experimentado un crecimiento económico sustancial, en particular China. Pero EE.UU. sigue siendo la superpotencia mundial, que controla la reserva de divisas y el sistema financiero del mundo, mientras que su ejército —que sigue siendo el más grande— continúa siendo el principal garante de la seguridad al nivel mundial. La creciente contradicción entre la posición hegemónica de Estados Unidos y el declive de su poder económico ha llegado a un punto de quiebre. Esto explica la agitación en la situación mundial.
Lejos de estar loco, lo que Trump representa es un giro fundamental en la estrategia del imperialismo estadounidense, que tiene como propósito reafirmar su dominio y revertir su declive, o al menos ralentizarlo. Para ello, Trump busca reindustrializar Estados Unidos para la guerra, y exprimir más a sus aliados y sus neocolonias. El nuevo gobierno está rompiendo con los ideales y las instituciones liberales, que por décadas dominaron el sistema estadounidense y que ahora se han convertido en un obstáculo para apuntalar su posición. Detrás de las guerras comerciales, las negociaciones con Rusia y los discursos incendiarios sobre el “enemigo interno” está la necesidad de que EE.UU. cohesione un bloque, alineado firmemente detrás de sus políticas comercial y exterior, con el fin de enfrentar, aislar y asfixiar a la República Popular China, su principal rival económico.
Contra lo que suele pensarse, particularmente en la izquierda, la raíz del desorden mundial no es el ascenso de un supuesto imperialismo chino o ruso. China ha experimentado un desarrollo económico sin precedentes en la historia humana, pero éste ha tenido lugar dentro del marco del orden mundial encabezado por Estados Unidos. Al mismo tiempo que EE.UU. busca aislar a China, la burocracia del Partido Comunista en Beijing intenta preservar el viejo sistema global, sólo que sin la dominación estadounidense, lo cual es una total fantasía. Por su parte, Rusia, pese a su enorme ejército, tiene una economía diminuta comparada con Estados Unidos. Lo que ha conducido la guerra de los oligarcas contra Ucrania no ha sido un capitalismo ruso expansionista, sino una reacción a la sobreextención de EE.UU. hasta las fronteras mismas de Rusia.
Pese a lo que los medios occidentales suelen repetir, el mundo sigue siendo en buena medida un imperio estadounidense. Ni China, ni Rusia, ni la alianza del BRICS+ aspiran a la dominación mundial. Tampoco están construyendo un sistema alternativo al de Estados Unidos. Simplemente buscan aislarse de la agresión estadounidense. Pero para la superpotencia mundial, incluso estos actos tan modestos constituyen un desafío fundamental —e incluso existencial— a su supremacía que debe confrontarse.
La reafirmación del dominio estadounidense está provocando grandes crisis económicas y políticas. Muchos obstáculos se erigen en el camino de los designios estadounidenses, y hay una diferencia entre los objetivos y las ambiciones de la clase dominante estadounidense y su capacidad para conseguirlos. El nuevo gobierno ya está enfrentando el enojo de otros países. En casa, aunque ninguna fuerza seria amenaza a Trump ahora, la oposición crecerá. Tarde o temprano, los brutales ataques de Trump encontrarán resistencia de la clase obrera en EE.UU. y el extranjero.
Mucho se habla de los gobernantes de Europa y Canadá que resisten a las exigencias estadounidenses. Sin embargo, éstos dependen de EE.UU. y, en el corto plazo, no tendrán otro remedio que alinearse. Una crisis económica, combinada con la presión estadounidense, bien podría acelerar el giro a la derecha y facilitar la caída de los políticos liberales europeos y canadienses. Ciertamente, las fuerzas mejor ubicadas para beneficiarse de una crisis económica en el corto plazo son los partidos de derecha, que en todo Occidente están ascendiendo. Esta lucha interna de la clase dominante promete ser un proceso tormentoso, pues los liberales se están aferrando al poder y usarán todos los medios para conservarlo.
La dinámica será distinta en el mundo neocolonial: Latinoamérica, Asia, África, etc. La mayoría de estos países están ya sofocados por el imperialismo. El que Estados Unidos apriete la soga significará un desastre, pues casi ya no hay tela de dónde cortar y cientos de millones viven en la total miseria. Esta situación alimentará el impulso entre la clase obrera y las masas más amplias a combatir la dominación estadounidense y resistir el pillaje del FMI. Ya hemos visto tales revueltas en años recientes.
En cuanto a China, su inestabilidad no vendrá de su falta de recursos, al menos no en el corto plazo, sino de las contradicciones internas en su sistema. El régimen del Partido Comunista es una casta burocrática que busca reconciliar el capitalismo con una economía planificada y cuyo modelo de crecimiento ha contado con el orden globalizado encabezado por EE.UU. Pero ahora Estados Unidos está actuando de manera más agresiva para aislar y confrontar a China. Los líderes del Partido Comunista se verán bajo una presión tremenda, tanto de los capitalistas, cuyas ganancias se están evaporando, como de la masiva clase obrera china, cuyas condiciones de vida están siendo estrujadas. El acto de equilibrismo que tendrá que ejecutar la burocracia estalinista para contener a esas fuerzas contradictorias se pondrá aún más difícil, y ésta tendrá que recurrir a todo, desde subsidios a las empresas y una fraseología más izquierdista hasta aumentar la represión. Pero eso no bastará para retardar indefinidamente la disyuntiva fundamental que enfrenta la República Popular: restauración capitalista o revolución política obrera.
En este periodo de ofensiva imperialista, rearme y crisis cada vez mayor, la pregunta que se plantea es: ¿será derrotado el imperialismo estadounidense o continuará arrastrando al mundo en una espiral de reacción, empobrecimiento y guerras? Para los comunistas, la tarea de esta época es forjar direcciones revolucionarias capaces de unir a los obreros y los oprimidos y de dirigir la lucha contra la hegemonía estadounidense a la victoria. Poner esperanzas en los estalinistas chinos, los oligarcas rusos, los nacionalistas o los socialdemócratas de cualquier tipo resultará fatal. Ya que no buscan derrocar la hegemonía estadounidense, y dada su oposición a la revolución obrera, serán incapaces de librar una lucha consistente o genuinamente progresista contra el imperialismo. La liberación de las masas trabajadoras de la opresión y la explotación avanzará y triunfará sólo bajo la bandera de una IV Internacional reforjada.
El propósito de este documento es orientar a los revolucionarios para el periodo por venir. Esto es particularmente crucial ya que las fuerzas revolucionarias en todas partes son débiles y están desacreditas y terriblemente desorientadas. Esperamos que este documento contribuya a resolver esta situación.
Parte I:
Marxismo vs. gradualismo
Políticamente, los liberales occidentales, los socialdemócratas, los burócratas sindicales, los partidarios de la alianza BRICS+, los estalinistas chinos y muchos supuestos revolucionarios tienen algo en común. Esto es: variaciones de una concepción gradualista y pacifista de la historia y de las relaciones mundiales, la cual los paraliza ante la renovada ofensiva de Trump.
Para los liberales, se trata de la noción de que el progreso social y la democracia se desarrollan gradualmente con la marcha de la historia. De manera similar, los socialdemócratas y los líderes sindicales reformistas creen que el desarrollo de las organizaciones obreras lleva gradualmente al progreso e incluso al socialismo. Los partidarios del BRICS+ ven el desarrollo incremental de China, Rusia y el Sur Global como una marcha lineal y ascendente hacia un nuevo orden mundial “multipolar” y más justo. En todas partes vemos la misma tendencia: las grandes corrientes de la historia son reducidas a un desarrollo gradual e incremental, que lleva a un progreso incremental constante.
Por desgracia para ellos, no es así como funciona el mundo. A lo largo de la historia, vemos que el desarrollo gradual conduce a choques súbitos y violentos. El capitalismo se desarrolló gradualmente dentro del sistema feudal, y entonces irrumpió de su interior mediante revoluciones y guerras. La especulación financiera lleva gradualmente a las crisis económicas. La explotación de los obreros lleva gradualmente a una huelga. La acumulación gradual de cantidad se convierte en calidad, no pacíficamente sino mediante súbitas conmociones. Y la fuerza motriz del cambio en las sociedades es la lucha de clases entre oprimidos y opresores, que inevitablemente conduce a confrontaciones violentas.
El dominio de las concepciones gradualistas entre gran parte de la izquierda refleja las pasadas tres décadas de relativa estabilidad. La hegemonía que consiguió EE.UU. tras la destrucción de la URSS permitió la globalización y la rápida extensión del comercio mundial. Bajo la supremacía militar y económica de Estados Unidos, casi todos los países se alinearon y el capital pudo moverse libremente, mientras que las guerras imperialistas de EE.UU. se limitaron a unos cuantos países que desafiaban sus mandatos. El crecimiento económico y un relativo progreso social produjeron la ilusión de que el mundo estaba llegando gradualmente a nuevas alturas. Ésta fue la base económica del liberalismo, la ideología dominante del periodo postsoviético.
Multimillonarios rusos compraron equipos de futbol británicos. Magnates industriales de India adquirieron mansiones en California. La Unión Europea se unificó bajo la consigna de la paz y los valores liberales. Incluso los estalinistas chinos descartaron los atuendos estilo Mao y se pusieron trajes y corbatas para parecer capitalistas respetables. Las relaciones económicas parecían orgánicas, naturales y tan libres como el flujo global del comercio. Muchos en la izquierda olvidaron que el imperialismo se sostiene mediante la fuerza. Lo reducían a la vaga noción económica de “exportación de capital”, y, como la mayoría de los países exportan capital, el imperialismo estaba en todas partes y en ninguna. Cualquier país con un gran crecimiento del PIB, un gran ejército y muchos millonarios se había convertido en imperialista de algún tipo, dentro de una vasta escala de imperialismos.
En realidad, el periodo postsoviético fue posible gracias a la supremacía de una sola potencia imperialista, Estados Unidos, que llegó a dominar el mundo no mediante un proceso pacífico y gradual, sino mediante la Segunda Guerra Mundial, la mayor carnicería de la historia. Su victoria le permitió a EE.UU. unir a todas las viejas potencias coloniales —Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia— en una alianza bajo su dirección para enfrentar a la Unión Soviética. Estados Unidos logró dominar todo el mundo al destruir finalmente a la Unión Soviética mediante la contrarrevolución capitalista, que revirtió las conquistas de 1917 y desgarró el tejido social de Rusia y Europa Oriental.
Ahora, Trump está poniendo al imperialismo estadounidense en pie de guerra. Está revirtiendo la globalización, rompiendo con los valores e instituciones liberales y moviéndose para enfrentar a China. Quienes están más consternados por la ofensiva de Trump son quienes se aferran al gradualismo. No pueden entender cómo el declive económico gradual de Estados Unidos lleva inevitablemente a su clase dominante a dar un giro súbito y brutal para apuntalar su posición por cualquier medio necesario. La ventaja de los marxistas es precisamente que entendemos que los imperios se construyen con la guerra y se mantienen no sólo a través de relaciones económicas sino mediante la fuerza. Entendemos que el imperio estadounidense no dejará la escena de la historia gradual y pacíficamente, sino sólo si se ve desplazado por la fuerza. Es decir, “la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna”, para usar las palabras del Manifiesto Comunista.
Sin embargo, ¡hoy muchos grupos marxistas creen que la hegemonía estadounidense ya terminó! Creen que Rusia y China se han convertido gradualmente en potencias imperialistas. Creen que el mundo ya se redividió, y que Estados Unidos perdió su posición hegemónica pacíficamente, sólo mediante el desarrollo económico y sin ninguna guerra o fractura de importancia, y que el mundo está dividido en bloques imperialistas rivales. Muchos dicen esto afirmando ser leninistas. Pero Lenin insistía constantemente en que las guerras son un rasgo inevitable del sistema imperialista y el medio por el que las grandes potencias se pelean para redividirse el mundo en esferas de influencia. El revisionismo que la izquierda hace de Lenin revela una concepción gradualista que borra el hecho de que el mundo continúa siendo un imperio estadounidense cuyo poderío en última instancia se basa en su ejército y en las 750 bases que tiene desplegadas en todos los continentes.
En cierto modo, Trump entiende esto mejor que los gradualistas. Sabe que para apuntalar la posición de EE.UU. debe prepararse para la guerra y asfixiar a China. Y sabe que, para hacer esto, necesita aplastar a los liberales y a los pusilánimes que se encuentran en su camino. Por lo menos, Trump podría tener el efecto de clarificar para nuestros gradualistas una o dos cosas sobre la naturaleza del imperialismo y las relaciones mundiales. Esto es clave, pues quienes quieran combatir al imperialismo estadounidense deberán deshacerse de sus ilusiones gradualistas. Si no lo hacen, no podrán entender el mundo, la dirección en la que se mueve, ni, crucialmente, qué hacer.
Parte II:
Cómo funciona el sistema estadounidense
Muchos saben que Estados Unidos domina la economía mundial. Pero pocos entienden realmente cómo lo hace. Para encontrarle sentido a lo que está haciendo Trump, es importante dar un paso atrás y comprender el mecanismo del imperialismo estadounidense, su funcionamiento interno y sus límites.
Lo que le permitió a Estados Unidos salir victorioso de la Segunda Guerra Mundial y sobresalir entre todos sus rivales fue su poderío industrial, lo que le proporcionó el ejército más poderoso. Fue desde esa posición que Estados Unidos pudo imponer el dólar como la divisa de las reservas mundiales (la que se usa en la mayor parte del comercio internacional y la que los bancos y los gobiernos conservan en sus reservas). El dólar estaba atado al oro, lo que le daba estabilidad. En general, EE.UU. prestaba dinero a otros países capitalistas, que a su vez lo usaban para comprar bienes producidos en fábricas de EE.UU. De este modo se construyó el imperio estadounidense, y las viejas potencias coloniales fueron integradas como socios menores para dominar al resto del mundo y enfrentar a la URSS. Por primera vez, el mundo capitalista estuvo unificado detrás del poderío y la moneda de un solo hegemón.
Pero conforme Estados Unidos libraba guerras contra aliados de los soviéticos alrededor del mundo y Europa y Japón reconstruían su base industrial, la relación cambió. Los bienes manufacturados estadounidenses se volvieron menos competitivos y EE.UU. comenzó a declinar económicamente. Las guerras en el exterior sometieron su presupuesto a una tensión tremenda. En poco tiempo, para financiar las crecientes importaciones y las aventuras militares, Estados Unidos se encontraba imprimiendo más dinero del que sus reservas de oro podían respaldar. Tradicionalmente, esto hubiera significado la bancarrota. Pero EE.UU. pudo sacar ventaja de esto de un modo único.
Como Estados Unidos importaba más de lo que exportaba, los demás países acumularon muchos dólares, suponiendo que podrían convertirlos en oro. Pero el presidente Nixon limitó la convertibilidad y en 1971 de plano abolió el patrón oro. Ahora, Estados Unidos podía emitir dinero sin limitaciones. Además, exigió que los demás países con excedentes en dólares compraran bonos del Tesoro, es decir, deuda estadounidense (prestándole con intereses al gobierno de EE.UU.). Así, en adelante, los demás países manufacturarían productos para Estados Unidos, obtendrían a cambio dólares y devolverían esos dólares para financiar el creciente déficit presupuestal estadounidense. Los dólares también volverían a Estados Unidos mediante inversiones en el mercado de valores o la compra de activos (propiedades, etc.) en EE.UU. En otras palabras, los demás países pagarían por las guerras estadounidenses, y dado que Estados Unidos podía emitir dólares sin límites podía tomar préstamos sin límites.
El fin del patrón oro envió ondas de choque a todo el mundo y provocó disturbio económico e inflación. Los imperialistas europeos se molestaron por esta decisión unilateral, y Francia arremetió contra el “privilegio exorbitante” de Estados Unidos. Pero, al final, Europa no tuvo alternativa. Los imperialistas europeos, y también los japoneses, se beneficiaban mucho como socios menores del imperio estadounidense, que aseguraba sus intereses en casa y el extranjero. Como no podían negarse sin romper con Estados Unidos, aceptaron ese golpe económico para mantener su posición privilegiada. EE.UU. también llegó a un acuerdo con la monarquía saudí y otros países de la OPEP para que vendieran su petróleo únicamente en dólares, comprando bonos estadounidenses a cambio de protección militar. Esto forzaba a cualquiera que quisiera comprar petróleo a mantener grandes reservas de dólares.
Mientras tanto, el Tercer Mundo fue obligado a someterse. Para obtener dólares, esos países se vieron forzados a pedir préstamos de los bancos estadounidenses a tasas de extorsión. Cuando no podían pagar, el FMI los obligaba a implementar medidas de austeridad y privatizaciones, y abrir sus mercados a las compañías estadounidenses, asfixiando a decenas de países en una crisis de endeudamiento que continúa hasta la fecha. Quienes volteaban hacia la URSS como alternativa enfrentaban el poderío de Washington, desde sanciones económicas y bloqueos hasta cambios de régimen. Todo el mundo capitalista se sometió a Estados Unidos, ya fuera por coerción o por sus intereses económicos en el imperio de EE.UU. En ambos casos, esto fue posible porque Estados Unidos seguía siendo la potencia militar indiscutible del mundo capitalista.
El libro del economista Michael Hudson explica:
“Estados Unidos consiguió así lo que ningún sistema imperial anterior había logrado: una forma flexible de explotación global que controlaba a los países deudores imponiendo el Consenso de Washington a través del FMI y el Banco Mundial, mientras que el estándar del billete del Tesoro obligaba a las naciones con superávit de pagos de Europa y Asia Oriental a conceder préstamos forzosos al Gobierno estadounidense. Contra las regiones deficitarias en dólares, Estados Unidos siguió aplicando la clásica palanca económica que Europa y Japón no pudieron utilizar contra él. Las economías deudoras se vieron obligadas a imponer la austeridad económica para bloquear su propia industrialización y modernización agrícola. Su papel designado era exportar materias primas y proporcionar mano de obra barata cuyos salarios estaban denominados en monedas que se depreciaban”.
—Superimperialismo: Origen y fundamentos del dominio mundial de EE.UU. (ISLET, 1972; traducción y edición del Fondo Documental EHK)
Si bien Hudson puede describir muy bien la mecánica de la explotación del sistema estadounidense, con frecuencia la describe como resultado de malas decisiones políticas de los gobernantes en Washington, que podrían haber usado su posición para mejorar el mundo. Con eso niega que la creación de este mecanismo único de explotación surgió de la lógica misma del capitalismo en su fase imperialista, es decir, de los intereses materiales de la clase dominante imperialista estadounidense.
Podemos ver que, conforme el peso económico de EE.UU. declinaba y su industria se volvía menos competitiva, la producción interna ya no bastaba para sostener el costo de su imperio. Mantenerlo requirió imprimir más dinero ficticio y extorsionar más a otros países mediante los préstamos forzosos a través de los bonos del Tesoro, el pago de la deuda a los bancos estadounidenses o el uso de mano de obra barata por las compañías estadounidenses. Cuanto más declinaba su capacidad productiva, más necesitaba Estados Unidos recurrir a medios parasitarios para mantener su imperio global. La contradicción entre el declive de las fuerzas productivas de la economía estadounidense y el costo de su imperio se agudizaba constantemente, acercándose cada vez más al punto de quiebre.
En 1991, la Unión Soviética colapsó bajo la intensa presión del imperialismo de EE.UU. Súbitamente, el sistema estadounidense se extendió a todo el planeta, trayéndole ganancias masivas pero también alimentando su declive. El capital podía expandirse a todas partes y hacia nuevos mercados. Pero este proceso aceleró la desindustrialización de Estados Unidos y otras potencias imperialistas, reduciendo su peso económico y aumentando la financialización. La economía mundial se vio organizada aún más en torno a un grupo de países del Sur Global —China en particular— cuya mano de obra barata producía bienes para los mercados de EE.UU. y Occidente, mientras otro grupo de países era mantenido en la más abyecta pobreza mediante el estrangulamiento financiero.
China experimentó un auge industrial sin precedentes, exportando grandes cantidades de bienes manufacturados a Estados Unidos y Occidente. Así, acumuló grandes reservas de dólares que reinvirtió en bonos del Tesoro. Para la década de 2000, China poseía cientos de miles de millones en deuda estadounidense, lo que preocupó a algunos en Washington. De este modo, China tuvo un papel importante, que aún mantiene, en el sistema del dólar, como se vio en la crisis de 2008. Sin embargo, el poder industrial de China, el mero tamaño de su economía y sus crecientes relaciones comerciales empezaron a minar el dominio estadounidense. Tómese, por ejemplo, la Iniciativa Franja y Ruta (IFR), el programa de China para desarrollar su comercio proporcionando proyectos de infraestructura, préstamos y bienes baratos al Sur Global. Aunque llevada a cabo bajo el sistema estadounidense (muchas inversiones se hacen en dólares estadounidenses), la IFR minaba sus cimientos. Para los gobernantes estadounidenses, China se estaba volviendo una amenaza creciente.
La crisis de 2008 expuso la debilidad del imperio estadounidense. Sin embargo, su consecuencia a corto plazo fue fortalecer el papel del dólar. Para impedir el colapso bancario, Estados Unidos llevó su “privilegio exorbitante” a nuevas alturas, imprimiendo grandes cantidades de dólares para arrojarlos al mercado de valores. Como sus socios menores también estaban al borde del colapso, Estados Unidos abrió líneas de crédito ilimitadas a los bancos centrales de Europa y otros aliados, las llamadas “líneas de canje”. Éstas se convirtieron en un rasgo permanente, a medida que el sistema financiero entero requirió cada vez mayores cantidades de dinero ficticio para impedir su colapso. El Sur Global también obtuvo préstamos del FMI para prevenir que sus economías colapsaran. Todo esto se pagó con gigantescos programas de austeridad, incluso en Europa. Pero Estados Unidos también financió esto exigiéndole a China que comprara grandes cantidades de bonos. Interesada en mantener la estabilidad, la burocracia del PCCh obedeció y, de hecho, patrocinó el sistema del dólar durante la crisis.
El mismo proceso ocurrió de nuevo durante la pandemia, a una escala aún mayor. Conforme las economías se estancaban, Estados Unidos imprimía más dinero (más que el total de su gasto durante la Segunda Guerra Mundial ajustado a dólares de hoy). Sus aliados hicieron lo mismo, usando las líneas de canje. Esto tensó el sistema hasta sus límites extremos, provocando inflación y una enorme burbuja en el mercado de valores. El déficit estadounidense también explotó, al punto de que hoy EE.UU. gasta un billón de dólares al año sólo en el pago de intereses. Además, tras el comienzo de la guerra de Ucrania, Rusia fue esencialmente expulsada del sistema del dólar. Fue la primera vez, desde la Guerra Fría, que una economía importante era excluida; pero eso no aplastó a Rusia. Por el contrario, ésta pudo seguir funcionando e incluso triunfar en el campo de batalla. Todos esos factores y más contribuyeron a tensar el sistema estadounidense hasta límites existenciales. El imperialismo estadounidense necesita urgentemente una nueva estrategia, y es por eso que Trump está haciendo trizas el statu quo.
Parte III:
La crisis que se avecina
Los aranceles de Trump ya están creando caos en el mercado de valores. La inestabilidad financiera sin duda reventará la enorme burbuja de activos, que viene inflándose desde 2008. El documento de nuestra conferencia internacional de 2023 esperaba que ésta reventara antes (ver “El declive del imperio de EE.UU. y la lucha por el poder obrero” Spartacist No. 42, 31 de octubre de 2023). Sin embargo, una mayor especulación en inteligencia artificial y en los gigantes tecnológicos le permitió durar un poco más. Pero ahora el auge de la IA se está secando y el nuevo gobierno estadounidense no está gastando tanto como antes. Una crisis económica, o al menos una recesión mayor, es una certeza.
Una desaceleración económica exacerbará todas las actuales tendencias políticas y económicas. No podemos saber exactamente lo que pasará, pero a grandes rasgos hay dos escenarios posibles: o bien todo el orden de posguerra es destruido, acabando con el dominio del dólar, o la mayoría de los países aceptan otra vez entregar una libra de carne para salvar al sistema estadounidense, el cual continuará sobre bases aún más opresivas. Creemos que la segunda opción es mucho más probable, al menos en el corto plazo.
Como se vio en 2008, un colapso económico no basta para hacer que los países renuncien al dólar. Cuando estalla la crisis, los dólares regresan a su “refugio” estadounidense, dejando a los demás hambrientos de dólares. ¿Y quién controla el flujo de dólares? Los gobernantes estadounidenses, claro está. Ahora que Estados Unidos, que sigue siendo el mayor mercado de consumo, le ha impuesto aranceles a todo el mundo, tiene más poder de negociación. Es por eso que en la escena mundial una crisis económica, lejos de debilitar a Trump, fortalecerá su mano contra todos los demás.
Los bancos de Europa, Japón, Canadá y otros socios menores de Estados Unidos necesitarán enormes influjos de efectivo para evitar el colapso, y acudirán a Estados Unidos, que les exigirá un precio en forma de medidas de austeridad y concesiones a las compañías estadounidenses. Se ha hablado mucho de la posibilidad de que EE.UU. les imponga a sus aliados un “Acuerdo de Mar-a-Lago”: un plan para forzarlos a comprar bonos del Tesoro con compromiso a largo plazo y tasas de interés bajas, aumentar su gasto de defensa (comprando armas producidas en Estados Unidos) y ayudar a devaluar el dólar para impulsar las exportaciones estadounidenses. En otras palabras, sabotear sus propias economías para favorecer a EE.UU., financiando al mismo tiempo el déficit estadounidense con tasas mucho más baratas. En caso de crisis, la presión sobre los aliados de EE.UU. para aceptar semejante trato aumentará enormemente.
En el Sur Global, las inversiones y el capital se retirarán. Una crisis también hará estallar burbujas menores, como la que actualmente impulsa al mercado bursátil en India. El dinero de las remesas disminuirá. Éste es el dinero que mandan los migrantes que trabajan en el extranjero (generalmente en Occidente), una importante fuente de divisas y liquidez. (Por ejemplo, las remesas constituyen el 8.5 por ciento del PIB de Filipinas y el 4.5 del de México. Muchos otros países están en la misma situación.) La falta de dólares se sentirá intensamente, particularmente al pagar la deuda que, en muchos países, está en su punto más alto. El FMI aparecerá con programas para “reestructurar la deuda” a costa del gasto gubernamental, los bienes públicos, las barreras proteccionistas y el ingreso nacional.
Muchos de estos países están cerca del punto de quiebre. En México, más del 70 por ciento de los hogares recibe apoyo financiero del estado, lo que con frecuencia impide que la gente muera de hambre. Una crisis destruiría muchos de estos programas sociales patrocinados por el estado. En India, sólo el diez por ciento de sus mil 400 millones de habitantes tiene dinero para gastar, mientras que el otro 90 por ciento vive al día. Exprimir más a este país puede ser explosivo, incluso al inflamar las divisiones de casta, religiosas y nacionales que ya proliferan. Respecto a Sudáfrica, donde el desempleo alcanza ya el 32 por ciento, Estados Unidos está decidido a aplastar al país, y una crisis no podrá sino asfixiar aún más su economía.
Éstos son países en los que EE.UU. y Occidente, en general, tienen intereses económicos. Van a querer rescatarlos, sin duda a un precio exorbitante. Sin embargo, hay una capa de países que los imperialistas no tendrán empacho en dejar en un estado de absoluto caos, mientras puedan saquear sus recursos y mientras no surja una fuerza capaz de unirlos a todos contra su pillaje. Éste es el caso de la mayor parte de África Oriental y Central, así como de ciertos países del Medio Oriente. Una crisis barrerá los pocos ingresos que estos países, de por sí desgarrados por la hambruna y la guerra, obtienen del mercado mundial. Se espera que la presión económica ahí alimente aún más sangrientas guerras regionales y étnicas, así como un flujo cada vez mayor de refugiados.
El estado de total miseria en el que se encuentra el Sur Global (excluyendo a China y Rusia) provocará explosiones sociales y pondrá una presión tremenda en sus regímenes. Las débiles burguesías nacionales se verán cada vez más obligadas a oscilar entre alinearse totalmente detrás de los designios de EE.UU. o apoyarse en los sentimientos antiimperialistas de las masas. En cualquier caso, eso significará una mayor tendencia al bonapartismo e incluso posibles golpes de estado.
En cuanto a Rusia, su transformación en una economía de guerra le permitió crecer a pesar de haber sido excluida del sistema del dólar. El régimen de los oligarcas es relativamente sólido, particularmente dada su inminente victoria en Ucrania. Pero una crisis provocaría el desplome del precio del petróleo, una de las principales exportaciones rusas, e inevitablemente crearía dificultades también ahí. Sin embargo, los verdaderos problemas de Rusia empezarán después de la guerra con Ucrania, cuando la producción se detenga y decenas de miles de soldados sean desmovilizados.
Una de las mayores preguntas que plantea la crisis que se aproxima es qué hará China. Como hemos visto, en 2008 la dirección del PCCh sostuvo, en los hechos, al sistema del dólar al comprar enormes cantidades de bonos del Tesoro estadounidense. Ya que EE.UU. necesitará echar a andar una vez más la imprenta de dinero, es posible que vuelva a exigirle a China que contribuya en la estabilización de la economía mundial dominada por EE.UU. Esto parecería impensable mientras Estados Unidos busca abiertamente estrangular a China. Sin embargo, la burocracia del Partido Comunista es una fuerza conservadora, interesada en su propia estabilidad y sus propios privilegios y atrapada entre su enorme clase obrera y el imperialismo estadounidense. Por lo tanto, es probable que quiera salvar al sistema del dólar en tiempos de crisis. No podemos saber precisamente como lo hará o si se verá forzada a tomar una postura más beligerante. Pero nunca hay que subestimar la determinación de las burocracias estalinistas cuando se trata de buscar un acomodo con el imperialismo mundial.
Estas predicciones se basan en el impacto que una crisis probablemente tendría a corto plazo, dado que Estados Unidos puede usar su control sobre las reservas mundiales de divisas para fortalecer su posición. Pero eso sólo será así inicialmente. El mundo no es el mismo que en 2008. La posición de EE.UU. se ha debilitado, mientras que los desafíos que enfrenta han crecido y el precio que debe exigir para apuntalar su sistema es más alto. Para que EE.UU. pueda extorsionar al mundo se necesita, primero, que los socios menores del imperio estén dispuestos a aceptar su papel subordinado a cambio de ciertos privilegios; que otros carezcan de alternativas; y que al resto se le pueda obligar con simple coerción. A mediano y largo plazo, cualquiera de estas fuerzas podría de alguna manera salirse del sistema del dólar. Eso no sería automáticamente un acontecimiento progresista. Sólo lo será si hace avanzar la lucha de la clase obrera internacional contra el sistema imperialista entero.
Parte IV:
La guerra de Ucrania
Ningún otro tema ha generado tanta histeria entre los liberales como la manera en que Trump aborda la guerra de Ucrania y el cambio de política que su gobierno está implementando. Muchos gritan traición, argumentando que Trump está capitulando a otro autócrata y que está abandonando a Europa, la cual está hoy sola defendiendo la libertad, la democracia y los valores del orden de posguerra. Aquí, también, el primer paso para poder entender algo es hacer a un lado el frenesí liberal.
Contra lo que afirma el ministerio de defensa ucraniano, cuyos informes son repetidos acríticamente por los medios y los políticos liberales, Ucrania está perdiendo la guerra. La aventura de Zelensky en Kursk terminó en un completo desastre y, a lo largo del frente, su ejército sufre por falta de efectivos y armas y está siendo destruido. Mientras tanto, las fuerzas rusas están avanzando en todos lados, están aumentando de tamaño y parecen estar preparando una gran ofensiva. Mientras la economía ucraniana está en ruinas, la economía rusa ha estado creciendo a pesar de las fuertes sanciones, y se ha reorganizado para la producción militar masiva. Además, suministrar a Ucrania para una guerra industrial de alta intensidad ha drenado las reservas de armas de Occidente a un ritmo insostenible. La impotencia industrial de Occidente se ve bajo una luz implacable: mientras la OTAN puede producir colectivamente 1.2 millones de municiones de artillería al año, Rusia por sí sola produce más de tres millones.
Desde el punto de vista de Washington, que es por mucho el principal donador de ayuda militar, la política de total hostilidad a Rusia y de apoyo a Ucrania hasta la victoria final ha sido un fracaso costoso. El nuevo gobierno simplemente está ajustando la política estadounidense a esta realidad. Estados Unidos no tiene ningún interés vital en Ucrania. Si bien Rusia sí representa un desafío geoestratégico a los designios estadounidenses, su pequeña economía no es en modo alguno una amenaza, a diferencia de la de China. Es por eso que, para muchos en el nuevo gobierno, tres años de guerra en Europa han sido un desperdicio de recursos que hubieran tenido un mejor uso en el Pacífico. La guerra de Ucrania también ha estrechado los lazos entre Rusia y China, lo que representa un problema para los intereses estadounidenses. Por todas estas razones, tiene sentido que EE.UU. busque no sólo terminar la guerra —incluso si esto significa hacerle concesiones a Rusia— sino también conseguir un reacercamiento político y económico con Rusia. Esto podría potencialmente traer a Rusia al campo occidental y alejarla de China, o por lo menos neutralizarla como problema.
Desde el punto de vista del Kremlin, Ucrania —un país fronterizo que históricamente ha estado dentro de la esfera de influencia rusa— es de interés vital. El escándalo por el expansionismo ruso enmascara la realidad de que durante las últimas tres décadas han sido la OTAN y la UE las que se han estado expandiendo hasta las fronteras mismas de Rusia, pese a sus constantes objeciones. Lo que Putin quiere, y lo que ha buscado por mucho tiempo, es un acuerdo con Occidente que le asegure su frontera occidental, acabe con el expansionismo de la OTAN y asegure la influencia rusa sobre Ucrania. Por eso es que ha aceptado, cautelosamente, el acercamiento de Trump. Dicho eso, la clase dominante rusa no tiene interés en abrazar Occidente ni en cortar sus lazos con China. Por el contrario, desde su punto de vista, un acuerdo con Estados Unidos sería beneficioso no sólo porque frenaría el expansionismo de la OTAN sino porque le permitiría apoyarse en China contra Estados Unidos y viceversa, cosechando beneficios de ambas partes para desarrollar su economía.
Los acontecimientos recientes han mostrado cómo aquellas corrientes de izquierda que tomaron el lado de Rusia o el de Ucrania se equivocaron totalmente. El principal argu mento de los socialistas que apoyaban a Rusia era que su victoria sería un golpe contra EE.UU. y por lo tanto sería un suceso progresista. La inminente victoria rusa demuestra la bancarrota de esa posición. Si bien es cierto que Estados Unidos está perdiendo la guerra, éste no está combatiendo directamente, sino que la está librando a través de un agente. Los “socialistas” pro rusos consideran irrelevante este rasgo clave. Pero eso es lo que hoy le ha permitido a Estados Unidos simplemente cambiar de posición, sacrificar a su agente y buscar un acuerdo con Rusia que les permita saquear conjuntamente a Ucrania. En consecuencia, cualquiera que sea el contenido de un futuro pacto entre Estados Unidos y Rusia (si es que lo hay), la victoria rusa no habrá avanzado la lucha antiimperialista en Europa Oriental, ni habrá debilitado de manera fundamental a EE.UU. Por el contrario, los resultados serán: la opresión de Ucrania por Rusia, el rearme de Europa y un cambio en el enfoque estadounidense con el fin de confrontar a China, tres resultados predecibles y reaccionarios.
No menos equivocados estuvieron los socialistas que apoyaron a Ucrania. Su principal argumento era la necesidad de defender la soberanía de una nación pequeña contra una agresión extranjera. Pero la soberanía de Ucrania sólo podía ser defendida contra su gobierno. Por años, el régimen de Kiev ha seguido una política de opresión de la minoría de habla rusa —alrededor del 20 por ciento de la población—, mientras libra una guerra para retener Crimea y las regiones orientales que claramente buscan la secesión. Al mismo tiempo, se ha alineado con la OTAN, la UE y EE.UU., cediendo su soberanía económica y militar a estos imperialistas. El resultado ha sido transformar a Ucrania en una colonia de Occidente, asegurando la total hostilidad de Rusia y dándole el pretexto perfecto para la guerra. La desastrosa estrategia de Zelensky de atar el destino de Ucrania a Estados Unidos —mejor ilustrada con su humillación en la Oficina Oval— ha confirmado trágicamente las palabras de Henry Kissinger: “Ser enemigo de Estados Unidos puede ser peligroso, pero ser su amigo es fatal”. Los socialistas que defendieron al gobierno ucraniano, críticamente o no, terminaron como tontos útiles en los juegos de los imperialistas.
La única política socialista en esta guerra reaccionaria fue y sigue siendo luchar por la fraternización entre ucranianos y rusos, basada en la oposición incondicional al imperialismo occidental y sus títeres ucranianos y la oposición al chovinismo granruso, emparejado con la defensa de los derechos de las minorías rusas. Éste es el único curso que puede unir a la clase obrera de toda la región. Es así como el cerco imperialista sobre Rusia puede romperse de una manera progresista, como puede asegurarse la libertad de Ucrania y como toda Europa Oriental puede liberarse de la opresión nacional. Esta perspectiva no podía sino enfrentar obstáculos significativos, pero sigue siendo la única vía progresista. Que el movimiento obrero no haya adoptado una política independiente —con sus líderes alineados detrás de los imperialistas y sus títeres o de los oligarcas rusos— ha hecho inevitable que el resultado de la guerra sea desastroso para los obreros de Ucrania, Rusia y toda Europa.
Las negociaciones entre Rusia y EE.UU. aún están en sus primeras fases y podrían durar meses. Si bien Estados Unidos quiere que la guerra concluya cuanto antes, Rusia no tiene prisa. Está triunfando en el campo de batalla y preparando nuevas ofensivas, por lo que no ve necesidad de hacer concesiones. Esto será problemático para EE.UU., que quiere limitar el daño. Además, Estados Unidos tiene que manejar a su agente ucraniano, al que ha brindado apoyo durante una década alimentando a los ultranacionalistas ucranianos, que no son conocidos por su disposición conciliadora respecto a Rusia. Hasta ahora, los ucranianos han hecho todo lo posible por descarrilar las negociaciones. Así, la cuestión no es si Zelensky será derrocado, sino cuándo, cómo y por quién. Estados Unidos también debe lidiar con la hostilidad de la mayor parte del establishment europeo y de una parte de su propia clase política.
Dada la inercia de Occidente, podría ser que Rusia necesite de más conquistas mediante un gran triunfo en la primera línea, como la llegada de sus tanques a Kiev, una posibilidad que ya no parece tan remota. Entonces quedaría el camino abierto para un acuerdo EE.UU.-Rusia pero bajo los términos rusos. Esto incluiría el control ruso sobre las cuatro regiones orientales de Ucrania, el derrocamiento del régimen de Zelensky, y el fin de la expansión de la OTAN hacia el oriente y de su apoyo a lo que quede de Ucrania. Algunas sanciones podrían levantarse, aunque está por verse si el comercio con Europa volverá a los niveles que tenía antes de 2014. A cambio, Estados Unidos se apoyará en Rusia para que lo ayude en otras partes, por ejemplo, presionando a Irán para que abandone su programa nuclear.
Sin embargo, hay una consecuencia más fundamental de un potencial acuerdo de seguridad ruso-estadounidense: constreñir a Europa en el marco de un arreglo reaccionario. Ni Estados Unidos, que es amo de Europa, ni Rusia tienen interés en desestabilizar la región. La inestabilidad europea siempre ha sido un mal augurio para Rusia, y EE.UU. necesita una Europa estable para enfocar su atención en otras partes. Rusia, con su poderío militar, sus abundantes recursos naturales y su reserva de conservadurismo religioso bien podría encontrar una causa común con el capital financiero estadounidense y su ahora dominante establishment cristiano de derecha en exprimir a la Europa liberal. Un reacercamiento entre Estados Unidos y Rusia serviría como un factor conservador y reaccionario de estabilidad para Europa.
Ése fue el papel de Rusia en la política europea a lo largo del siglo XIX: un bastión reaccionario en el que Gran Bretaña, la gran potencia de la época, podía apoyarse para estabilizar Europa. Si bien la situación actual es obviamente diferente, un acuerdo ruso-estadounidense que defina la política europea estaría en el interés de Rusia y del imperialismo estadounidense, en particular con este último impulsando un realineamiento político fundamental en el continente.
Parte V:
Europa y EE.UU.
Las negociaciones de Trump con Rusia, la humillación de Zelensky en la Oficina Oval, la imposición de aranceles y el discurso de J.D. Vance denunciando al establishment liberal europeo como el “enemigo interno” han enviado ondas de choque a toda Europa. En el lapso de unas semanas, el orden europeo basado en la globalización, el libre comercio, los valores liberales y la hostilidad a Rusia —un sistema construido durante años bajo la dirección de EE.UU. y garantizado por su poderío militar— ha sufrido el ataque constante de la Casa Blanca. El pánico se ha apoderado de las élites europeas. Por años, los políticos liberales cada vez más odiados por sus propias poblaciones podían consolarse sabiendo que al menos tenían la estima de la superpotencia mundial. Ya no. El nuevo gobierno de Trump marcó la muerte del liberalismo en todo el imperio estadounidense, haciendo de la Europa liberal y “aprovechada” un blanco principal de su realineamiento político.
El gobierno de Trump necesita sacar más de Europa para apuntalar la posición de EE.UU., particularmente en cuanto al gasto militar y las condiciones del comercio. Lejos de abandonar a Europa, Estados Unidos la necesita para consolidar un bloque anti-China más agresivo, que pueda contribuir de mejor manera a la seguridad estadounidense. La cuestión es que, para que eso pase, Europa debe pasar por un realineamiento profundo. Las instituciones y las estructuras de gobierno europeas se construyeron para servir al viejo orden liberal estadounidense. La Unión Europea —un gigantesco aparato burocrático ligado a incontables instituciones liberales— tiene un interés económico enraizado en el statu quo. Y Europa sigue dirigida por políticos como Emmanuel Macron, Friedrich Merz, Ursula von der Leyen, Keir Starmer y Pedro Sánchez. Estos dirigentes, cuyas carreras se forjaron en el viejo orden liberal al que aún se aferran, representan en muchos sentidos la inmensa brecha política que separa a la vieja Europa postsoviética del nuevo gobierno derechista de EE.UU.
Después de que Trump humillara a Zelensky, Kaja Kallas, alta representante para Asuntos Exteriores de la UE y ultrabelicista antirrusa, declaró que “el mundo libre necesita un nuevo líder” y que “nos toca a nosotros los europeos asumir ese desafío”. Infinidad de comentaristas y políticos liberales han llamado también a que Europa finalmente fije su propio curso independiente de Estados Unidos, enarbole los valores liberales, enfrente a Rusia y siga respaldando a Ucrania. Esto sólo subraya hasta qué punto los dirigentes políticos de Europa viven en un mundo paralelo. En realidad, todas las principales economías europeas están en un lamentable estado de estancamiento. Con la excepción parcial de Alemania, han perdido casi toda su industria, apoyándose en gran medida en las finanzas, los servicios y el turismo. En todo el continente, la infraestructura se tambalea y la población envejece. Al nivel militar, Europa sería hoy incapaz de sostener cualquier clase de guerra convencional. Sus ejércitos, pequeños y obsoletos, dependen, para cualquier operación importante, del poder aéreo, la logística, la inteligencia, los suministros y los sistemas de mando estadounidenses.
El primer ministro polaco Donald Tusk puede repetir que, tomada en su conjunto, Europa es más fuerte que Rusia, pero eso no lo hace verdad. Europa está balcanizada en varios países con intereses rivales. Lo que los liberales siempre olvidan es que fue la dominación económica y militar de Estados Unidos sobre Europa desde 1945 lo que permitió la unidad europea e impidió que el continente se despedazara. Las ambiciones de los dirigentes europeos de asumir el liderazgo del “mundo libre”, de construir una “coalición de los dispuestos” y de lograr la “autonomía estratégica” no son más que fantasías. Europa depende totalmente de Estados Unidos, tanto en lo militar como en lo económico. A corto plazo, y quizá incluso a mediano, ni Europa ni ninguna potencia europea desempeñará ni podrá desempeñar un papel independiente de Estados Unidos.
Lo que está detrás de la bravuconería, las declaraciones virulentas y la negación de la realidad entre los círculos gobernantes europeos es una anomalía que se ha reforzado con el tiempo. Hay una contradicción creciente entre la superestructura política de Europa —sus instituciones, su ideología, su burocracia, sus políticos, etc.— y su base económica real, es decir, su estado de completa debilidad y dependencia frente a EE.UU. Tarde o temprano, esta contradicción tendrá que resolverse y Europa no tendrá otra alternativa que deshacerse de su liberalismo caduco y alinearse detrás de Estados Unidos. El ascenso de partidos populistas de derecha representa esta tendencia creciente (por ejemplo, AfD en Alemania, RN en Francia, Reform UK en Gran Bretaña, el FPÖ en Austria y Meloni quien ya gobierna en Italia). El gobierno estadounidense favorece a estos partidos, no tanto porque coincida con su política sino porque son la fuerza que puede romper el statu quo liberal del modo más conveniente para los intereses estadounidenses.
Por ahora, el centro político se sostiene en Europa. El que muchos políticos estén dispuestos a resistir (parcialmente) las exigencias estadounidenses y a defender (tibiamente) el statu quo liberal refleja intereses económicos arraigados. Estos son, en primer lugar, los capitalistas europeos que se han beneficiado enormemente del arreglo de las últimas tres décadas, que se resisten al cambio y que no confían aún del todo en los partidos derechistas emergentes. En segundo lugar, está la inercia de las instituciones y la burocracia europeas. En tercer lugar, en los países europeos avanzados aún hay una considerable clase media. Con frecuencia ligado a las instituciones europeas y disfrutando de una alta calidad de vida, este sector sirve como la principal base de apoyo de los partidos centristas. Esto también aplica a Gran Bretaña. Los formalistas en la izquierda podrán repetir robóticamente que el Partido Laborista es un partido obrero-burgués. Aunque esto aún tiene algo de cierto, la realidad es que la base de apoyo actual del Partido Laborista es la clase media urbana, no los obreros.
La tendencia descrita arriba se vio en las elecciones alemanas de febrero. Si bien el apoyo al derechista AfD aumentó sustancialmente (sobre todo entre los obreros), los partidos tradicionales retuvieron la vasta mayoría del electorado, mostrando que el liberalismo alemán no está del todo muerto. El aumento en el apoyo a Die Linke [Partido de Izquierda], celebrado por la mayor parte de la extrema izquierda internacionalmente, provino en su mayoría de antiguos votantes pequeñoburgueses del Partido Verde y debe interpretarse como un acto de defensa del statu quo liberal. En Alemania, como en otras partes, el apoyo popular a los partidos de derecha antiestablishment ha venido sobre todo de la clase trabajadora, particularmente de sus sectores más pobres, aunque también de capas de la aristocracia obrera.
Así, Europa sigue dominada por políticos de “transición” —Macron, Starmer, Merz y cía.—, que tienen un pie en la defensa del régimen liberal europeo y otro en la reacción derechista, ya que intentan cubrir su flanco derecho. Esto ha tenido el resultado previsible de dejar insatisfecho a todo el mundo. Estos gobiernos, que llegaron al poder para bloquear a la “extrema derecha”, están totalmente desacreditados entre la población y tienen los días contados. Pero su caída y su reemplazo por la derecha, que en este punto es casi inevitable, no será un proceso pacífico y lineal, sino el resultado de agudas crisis políticas y económicas. En teoría, faltan años para que haya elecciones en Gran Bretaña y Alemania. A Macron le quedan dos años antes de las siguientes elecciones presidenciales, y el establishment francés acaba de prohibirle a Marine Le Pen contender. Los liberales usarán todos los trucos para mantenerse en el poder. Pero, dadas las exigencias estadounidenses de un realineamiento político, así como la brecha entre la base económica de Europa y las ideas y ambiciones de su clase política, la situación no puede durar.
La crisis económica venidera dejará al desnudo el carácter totalmente podrido de las economías europeas. Cabe esperar que un shock económico, combinado con grandes medidas de austeridad, golpee fuertemente a la clase media y la clase obrera. Además, la necesidad del rearme sólo podrá satisfacerse a costa del sistema de bienestar, que en algunos países sigue siendo considerable. El descontento masivo, que ya existe, crecerá. Esto generará crisis políticas significativas que harán imposible que sigan gobernando los políticos indecisos, que tendrán que cederles el puesto a gobernantes más decididos.
Desde luego, en los países europeos oprimidos por el imperialismo, la dinámica política es diferente. Serbia y Grecia han sido sacudidas por masivos movimientos populares contra el gobierno, alimentados por la rabia hacia el pillaje imperialista. Grecia, en particular, pasó ya por una gran crisis en la década de 2010, que devastó a amplios sectores de su población. En estos países, la pequeña burguesía está mucho más empobrecida, al igual que la clase obrera. La crisis económica y la austeridad tendrán un carácter mucho más explosivo, haciendo más fuerte la amenaza de un gobierno bonapartista. Por otro lado, Hungría nos da una idea de la dirección a la que se está dirigiendo Europa políticamente. El primer ministro Viktor Orbán, un cristiano reaccionario cercano a Rusia y a Estados Unidos, ha sido por mucho tiempo la oveja negra de la UE por su oposición al liberalismo. Hoy, en cambio, parece adelantado a su tiempo.
Dada la actual posición de la clase obrera, lo más probable es que un declive económico atenúe su combatividad, en vez de acentuarla, al menos en su etapa inicial. El aumento del desempleo y la devastación de los estándares de vida de la clase obrera y la clase media no es un buen contexto para las luchas proletarias. Además, una crisis económica acelerará la dinámica política actual, que favorece a los partidos de derecha antiestablishment. Esto es porque, en la última década, la izquierda se ha rehusado miserablemente a establecerse como una fuerza debido a su apoyo al statu quo liberal, lo que ha empujado a un número creciente de trabajadores a la derecha. Muchos obreros han visto sus estándares de vida destruidos y, dado el modo en que la izquierda ha abrazado al liberalismo, han encontrado desahogo a su ira en el veneno antiinmigrante.
También hubo luchas sindicales significativas en 2022-2023, como el movimiento por las jubilaciones en Francia y la ola de huelgas en Gran Bretaña. Éstas fueron oportunidades importantes para modificar el balance de fuerzas a favor de la clase obrera y posicionar al movimiento obrero como una fuerza contra el statu quo. Pero los propios líderes de estos movimientos los condujeron a la derrota, pues rechazaban organizar cualquier confrontación real con la clase dominante. Lo más frecuente era que estos traidores contaran con el apoyo de la extrema izquierda. Recientemente, hemos visto en Grecia otra oportunidad perdida con el movimiento de Tempe, en el que los líderes del movimiento obrero resultaron ser totalmente impotentes. Estas traiciones minaron severamente la posición de la clase obrera y alimentaron aún más el giro a la derecha.
Lo que también alimentará a los partidos de derecha es el que la izquierda en Europa siga aferrándose al liberalismo, la UE, la agenda “verde” y las armas para Ucrania (y muchos ahora apoyan abiertamente el rearme), todo lo cual odian los obreros. Y la izquierda sigue sumándose a “frentes populares” de la clase dominante para bloquear a la derecha, cuyo único efecto es aumentar el atractivo de la derecha entre los obreros y desprestigiar aún más a la izquierda. La única fuerza de izquierda surgida del auge de la década de 2010 que no se ha disuelto completamente es Mélenchon y La France Insoumise. Pero también ellos se aferran al peso muerto del Parti Socialiste y abrazan el front républicain contra RN, lo que sólo ayuda a RN a obtener más votos obreros.
En este difícil contexto, la tarea de los comunistas es luchar por poner a la clase obrera en una mejor posición defensiva. No es el momento de ofensivas imprudentes. Se divisan ataques masivos en el horizonte y el movimiento obrero de Europa está débil y dividido. Sus organizaciones, una sombra de lo que solían ser, están huecas. Los sindicatos con frecuencia están estratificados en capas y divisiones gremiales y limitados a sectores de la aristocracia obrera. Los comunistas debemos ponernos a la vanguardia de las luchas por acabar con estas divisiones, fortalecer las organizaciones obreras y dirigir acciones defensivas. A cada paso, esto debe hacerse en completa oposición a la burocracia sindical. Los comunistas debemos formar corrientes que luchen por una estrategia comunista para dirigir los sindicatos, que pueda conectar las exigencias inmediatas de los trabajadores con la necesidad del poder obrero, siempre exponiendo la traición de los burócratas sindicales. Es así como los comunistas podemos recuperar autoridad entre la clase obrera y minar el atractivo de la derecha.
Podrán sobrevivir débiles remanentes de movimientos liberales contra la derecha por un tiempo. Pero serán patadas de ahogado. En la medida en que la burguesía liberal se vea cada vez más exprimida por EE.UU. y la pequeña burguesía cada vez más aplastada, dejará de haber una base para movimientos liberales de masas por la democracia, los derechos de los migrantes, etc. Un sector cada vez más pequeño de izquierdistas tratará de mantener estos movimientos a flote, lo que sólo conseguiría desacreditar más a la izquierda ante la clase obrera (como está pasando ahora en EE.UU.). Debemos intervenir en esos medios, alentando a los izquierdistas a despertar, deshacerse del liberalismo y voltear a la clase obrera. Debemos luchar por reconstruir los movimientos en defensa de los inmigrantes y los musulmanes y contra la derecha, pero sobre una base diferente: lejos del callejón sin salida del liberalismo y sobre una base obrera y antiimperialista, incluyendo en oposición a la UE.
Esas tareas también aplican a los países oprimidos (los Balcanes, Europa Oriental, etc.). Ahí la tarea es ligar la lucha contra el empobrecimiento con el combate por liberar al país de la opresión imperialista. Esto también requiere exponer a los dirigentes traidores de las masas, sean nacionalistas, estalinistas o burócratas sindicales, por su conciliación a EE.UU. y la UE o por su rechazo a conectar la lucha de las masas con la opresión extranjera del país. Ése es el único modo de unir a todos los oprimidos y las minorías nacionales y ganar a los obreros y la juventud a una estrategia de lucha clasista por la emancipación social y nacional.